sábado, 30 de noviembre de 2013

Páez

Páez estaba en aquellas alineaciones que a uno le ataron al fútbol de por vida. Formaba parte de un centro del campo en el que el balón pasaba por Germán, por Brindisi, por Jorge, por Pepe Juan, por Noly, por Félix, por Quique Wolff y por tantos y tantos que supieron entender cómo queríamos que jugaran al fútbol los amarillos. Paradójicamente ese fútbol lo iban inventando en cada partido para que luego nuestra memoria fuera incorporando variantes y gestas a partes iguales. Me alegra y comparto el reconocimiento de la Unión Deportiva al concederle la insignia de oro y brillantes. Los clubes se hacen grandes cuando saben cuidar a quienes los engrandecieron en los pequeños detalles. Porque, además, Federico Páez es una de esas personas que no ha sabido nunca separar el fútbol de la vida o, para ser más precisos, separar la vida de la Unión Deportiva Las Palmas.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Los eternos debutantes

Ayer, antes del partido de la Unión Deportiva contra el Mirandés, yo le comentaba a un amigo que había que ganar por goleada para disipar dudas; pero este amigo, que sabe un rato de fútbol, me recordaba lo igualada que estaba la Segunda División y lo peligroso que era el equipo burgalés fuera de casa. Ganamos tres a uno, pero pudimos haber empatado e incluso haber perdido el encuentro. Nada que ver esta categoría con el sopor de esa Primavera División tan previsible y tan entregada al poder del dinero y de los grandes fichajes. Aquí cualquiera le gana a cualquiera, y en esas batallas Las Palmas creo que tiene mucho que decir. Ningún equipo se distanciará del resto, pero estando donde estamos ahora mismo, y teniendo en cuenta que contamos con un equipo que está empezando a acoplarse, las expectativas son tremendamente halagüeñas, aun contando con esa inverosimilitud que tantas veces mueve las rachas de los equipos. Lo que le falta a Las Palmas es mantener una regularidad y no empezar un partido a ritmo de chachachá para luego ir echándose hacia atrás cuando marca hasta terminar bailando a ritmo de bolero lento o de peligroso réquiem. En esos casos ni siquiera nos salva el contraataque. Ese ritmo creo que marcará el futuro del equipo amarillo. La diferencia, entre otras muchas, está en Juan Carlos Valerón. Ayer veía imágenes de Di Stéfano jugando con cuarenta en el Espanyol. No era una saeta que corría por el campo, pero marcaba los tiempos, daba los pases que anticipaban goles y sabía colocar al equipo para que no se rompiese con cualquiera de esos inesperados giros que a veces acontecen en los encuentros. También metía goles. Como Valerón, como todos esos visionarios del balón que encuentran en el terreno de juego lo que los demás a veces no somos capaces de ver ni en sueños. Y además, esos jugadores terminan haciendo buenos a todos los que les rodean. Ahí están Vicente Gómez o Tana, que llevaban años esperando encontrarse con la mano sabia de un maestro para poder demostrar todo el talento que atesoran. Me quedo con la sonrisa casi juvenil de Valerón cuando marcó sus dos goles, con esa alegría que uno espera de cualquier debutante. Los grandes genios saben que el único partido que vale es el que están jugando.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Los porteros que salían en las estampas

El primero era siempre el último. Casi nadie quería estar ahí cuando éramos niños. Todos queríamos correr por el campo y meter goles por la escuadra; pero luego, cuando íbamos al Estadio Insular, nos terminábamos colocando en la portería. Si hubiéramos jugado en campos de césped todos habríamos elegido el número uno para tirarnos sin miedo o para volar como veíamos que lo hacía Daniel Carnevali cuando improvisaba algunas de sus felinas palomitas.
Siempre que salía del estadio me repetía a mí mismo que al día siguiente jugaría de portero en los partidos con los amigos. Pero la realidad no se parecía a lo que había visto, y nunca aguanté más de dos encuentros seguidos recibiendo pelotazos y siendo el último, el que veía venir a los delanteros completamente solos, y el que no encontraba ninguna brizna de hierba en donde amortiguar las caídas dentro del área.
Los campos eran pedregales o canchas de cemento. Me gustaba aquella parafernalia de ponerme los guantes y las rodilleras, pero no había nada que evitara los raspones y aquel dolor tremendo que dejaba el balón de reglamento cuando estaba mojado y te golpeaba inesperadamente en la cara. Con los años sí es verdad que uno termina jugando de portero muchos días de su vida; pero ya no es tan romántico el espectáculo, ni tampoco hay nadie que te aplauda cuando logras evitar que te derroten en el último momento o en la última jugada. De aquellos tiempos recordaré siempre un partidazo de Arconada en el Insular que yo creo que nos colocó a todos en la portería durante varias semanas. Lo detenía absolutamente todo, y eso que Las Palmas ganó por dos a cero en la que fue la última temporada de Quique Wolf. Y también me viene a la memoria la sobriedad de Iribar, qué porterazo, y qué suerte teníamos los niños de entonces por poder verlos tan cerca que casi nos parecía mentira que no fueran estampas. Porque entonces todos los grandes jugadores que salían en las estampas aparecían cada sábado a las ocho y media de la noche por Fedora, como en el cine, con la misma magia que lograba que se terminaran cumpliendo todos los sueños.