jueves, 23 de enero de 2014

El 7 del Werder Bremen

Su padre había llegado de Sevilla hacía treinta años. Se había casado con una alemana y había logrado abrir una pequeña tienda de comestibles en un barrio obrero de las afueras de Bremen. Desde que él era niño estuvo empeñado en que fuera futbolista. Le hablaba siempre de un tal Scotta, un argentino que jugó en el Sevilla que tenía un disparo potente y casi imparable. Siempre que tenía un rato libre lo llevaba al parque para que aprendiera a disparar como aquel argentino que había visto jugar en Nervión en los años setenta.
En el colegio se convirtió en el jugador más temido por su disparo, pero también contaba con un regate capaz de dejar sentados a varios rivales con un par de escorzos. Todos decían que llegaría lejos. Y así fue. A los diecinueve años su padre estaba en el palco del Weserstadion viendo cómo saltaba al campo con el número 7 del Werder Bremen a la espalda. Lo único que no llevaba bien es que su hijo vistiera los mismos colores que el Betis. Jugó dos temporadas prodigiosas en el equipo alemán. Ya se hablaba de que podía ser llamado a la selección y se decía que el Bayern Munich lo había incluido en la lista de sus futuros fichajes. Había marcado muchos goles de falta y de fuera del área gracias a su potente disparo hasta que empezó con sus obsesiones. No lo comentó con nadie, pero empezó a sentir pena por el balón. Se empeñó en que sufría con cada golpe y no hacía más que acariciarlo suavemente cuando pasaba a su lado. Perdió la titularidad y le terminaron dando la baja a mitad de la tercera temporada. Su padre no sabía dónde meterse. Hablaban con él, pero nunca le contó a nadie que había escuchado los lamentos quejumbrosos del balón después de uno de sus disparos despiadados. Ni siquiera es capaz de ver un partido de fútbol por la tele. Está todo el día encerrado en su cuarto. Tiene quince balones, cada uno con su propio nombre. Los acaricia, les dice frases cariñosas y les pido perdón todo el rato por sus errores del pasado. En su casa aún retumban los silbidos y los insultos de aquel último partido en que estando solo dentro de área cogió el balón con la mano y se marchó corriendo hacia el vestuario. A los periodistas les dijo luego que solo quería salvarlo. Odiaba el fútbol desde niño, pero nunca encontró la manera de decírselo a su padre.

sábado, 11 de enero de 2014

Los porteros

Quizá los porteros sean las figuras más literarias de un campo de fútbol. Recuerdo La soledad del portero ante el penalti de Peter Handke, un cuento futbolero de Benedetti y hasta un poema de Rafael Alberti dedicado a un guardameta húngaro llamado Platko. Los equipos se construyen a partir de grandes porteros; pero ellos son los únicos que casi siempre se acercan a recoger el balón del fondo de la portería. Los demás compañeros miran para otro lado, se echan las manos a la cabeza, lloran o corren lo antes que pueden hacia el centro del campo. Los que realmente quedan en evidencia son los que se muestran incapaces de evitar ese pequeño naufragio que es siempre el gol cuando se recibe en contra. La Unión Deportiva tiene un porterazo llamado Mariano Barbosa. Lo demostró esta noche contra la Ponferradina. No es perfecto, ni mucho menos; pero tiene empaque, agilidad y carácter, y además logra que Las Palmas sume puntos que jamás merecería la inexplicable indolencia con la que salta a veces al campo. Hoy, por ejemplo, fue uno de esos partidos que preferimos olvidar los que creemos que hay plantilla de sobra para jugar bien y para salir a ganar todos los encuentros. Faltó actitud y concentración, o esa intensidad que demostró un equipo mucho más modesto pero con más hambre de triunfos. No perdimos por goleada porque tuvimos la suerte de contar con un portero que paraba de forma casi milagrosa cualquier balón que le llegaba.
Los guardametas andan solos en medio del griterío de los estadios. Por eso ven primero que nadie los desajustes y los desastres. También son los que ven desde más lejos los goles de su propio equipo. Y además son los únicos que pueden utilizar las manos. Suelen ser misántropos y silenciosos, y muchas veces incluso algo estrafalarios o supersticiosos. Les debemos parte de la escenografía que tanto nos engancha a este extraño deporte. No tienen ni dónde esconderse ni con quiénes compartir las euforias o los errores más o menos evitables. Realmente son los que aciertan o fallan sin tapujos y los únicos que se enfrentan a su destino sin más coartada que sus propios reflejos.