martes, 16 de julio de 2013

Un final perfecto

Las buenas historias dependen casi siempre de los finales. Y además suelen ser cíclicas y contienen todo lo que uno espera de la vida cuando se escribe como si estuviéramos soñando con ella. Juan Carlos Valerón logró tocar el cielo con la camiseta blanquiazul del Deportivo de La Coruña; pero no hay foto que iguale a la de aquel flaco que un día logró detener el tiempo en el Estadio Insular. Bastaba con verlo correr para saber que a su alrededor iba a suceder algo inesperado. Nos ha pasado muchas veces con numerosos futbolistas canarios; pero luego los años, la mala vida o la mala suerte han ido dejando demasiados juguetes rotos que no lograron lo que prometían los prodigios de sus primeros encuentros. Ese azar truncó la carrera de Miguel Ángel Valerón una malhadada tarde copera en la que todavía resuena el crujido de un sueño hecho añicos por la violencia desmedida de un defensa. No solo basta con el talento para llegar cada día más lejos. Juan Carlos aprendió con el destino de su hermano. Tuvo claro que la suerte jugaba en todos los partidos, pero también intuyó que solo con humildad, con paciencia y con esfuerzo se puede superar cualquier reto. A partir de ahí todo lo que fue haciendo se asemejó a uno de esos cuadros en los que parece que alguien ha logrado trazar lo que los demás ni siquiera vemos.
El tiempo, aunque parezca mentira, se detenía unos segundos cada vez que el balón llegaba a sus piernas. Lo demás era magia, esa magia impredecible que define a los grandes jugadores de la historia del fútbol. Aprendió a luchar y a no venirse abajo, se rehizo tras los fracasos y volvió una y otra vez rebelándose contra sus propias rodillas. Yo no he disfrutado tanto viendo fútbol como cuando seguí aquellos partidos de Juan Carlos Valerón en la Liga de Campeones o como cuando jugaba con la selección española.
Posiblemente me haya cegado más de una vez el paisanaje, pero presumo de haber visto mucho fútbol con los ojos de quien siempre ha deseado disfrutar como cuando era niño e idolatraba a mis ídolos como jamás he vuelto a idolatrar nunca a nadie. Para mí, por mucho que me digan, Brindisi, Felipe, Germán o Carnevali jamás podrán ser humanos. Ya luego de mayor te das cuenta de que los jugadores son mucho más jóvenes que tú o que si los sigues un poco no hay mucho que admirar ni siquiera cuando están jugando. Pero con Valerón sí que volvía a sentir lo que vivía de niño cuando veía a Cruyff, a Kempes, a López Ufarte o a Enzo Ferrero corriendo sobre el césped de un estadio que jamás morirá en mi memoria más sagrada. Cumplía todos mis sueños cuando lo veía mover el balón, cuando regateaba o cuando daba uno de aquellos pases imposibles que hacían grandes a delanteros que luego languidecían a medida se alejaban de su lado. Le recuerdo en el estadio del Arsenal, en el del Bayern, en Old Trafford, en Milán, en el Bernabéu o en el Nou Camp. Y ya no era solo yo el que le admiraba. Toda Europa se rindió a su talento y hasta el mismísimo Pelé, que se entiende que sabe mucho de esto, lo situó un día entre esos elegidos que han logrado que la alquimia también forme parte del juego.
Ahora regresa adonde empezó todo. Si yo escribiera su historia hubiera intentado que ese hubiera sido su final perfecto. El fútbol no se juega solo con las piernas. Si fuera así todos estaríamos invitados a la fiesta. Hay algo más, eso que no es posible nombrar porque queda fuera de todas las lógicas y de todas las coherencias. Los gitanos lo llaman duende y los italianos maniera. No es solo inspiración. Cuando veamos otra vez a Valerón levantando la cabeza con la camiseta amarilla acabaremos comprendiendo que el fútbol es algo más que un juego. Ustedes me entienden, y si no me entienden les invito a que acudan al estadio de Gran Canaria a verlo. No creo que venga a la Unión Deportiva Las Palmas por dinero. Si hubiera sido así se habría marchado a otras aventuras más lejanas y mejor remuneradas. Vuelve porque quiere que el principio y el final de su leyenda tengan el color que tenían de niño sus sueños futboleros. Cualquiera de nosotros, si hubiéramos tenido su suerte, habría hecho exactamente lo mismo. Por eso lo admiramos tanto. Porque de alguna manera ha sabido cumplir nuestros propios sueños.

(Este texto fue publicado hoy en el periódico Canarias 7)

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