miércoles, 4 de diciembre de 2013

Un derbi en medio del océano

El fútbol te enseña que la derrota no es más que un mal trago pasajero que se olvida en el siguiente partido. Unas veces estás arriba y otras te asomas al abismo de esas clasificaciones que casi no ocupan espacio en los periódicos deportivos. La Unión Deportiva y el Tenerife saben mucho de esos vaivenes del destino. Las épocas gloriosas de un equipo suelen coincidir con las debacles del otro. Parecen dos púgiles evitando siempre el gran combate. Sin embargo, de vez en cuando coinciden en el mismo tiempo, en la misma categoría y en un sueño más o menos parecido. Hoy es uno de esos días en los que la suerte de uno se convertirá inevitablemente en la desgracia del otro. Un empate no sería más que una agonía insufrible para ambos porque en los derbis solo se gana o se pierde. Todo lo demás carece de importancia.
Da lo mismo que digas que ya no sigues el fútbol como antes o que se ha convertido en un vergonzante negocio. A medida que se acerca la hora del partido rememoras los encuentros improvisados de cuando eras niño, aquellas rivalidades entre calles, barrios o pueblos cercanos. Ahora juegan otros; pero en el fondo sigues siendo el mismo futbolero que desea cantar el gol de la victoria en el último minuto. Esta es otra Liga, y no es un tópico. Sucede como en el Celtic contra el Rangers, como en el Newel’s contra Rosario Central, como con Peñarol y Nacional o como con el Sevilla y el Betis. Lo que pasa es que ninguno de esos derbis tienen mar de por medio estando tan cercanos. Aquí hablamos de islas, con todo lo que cualquier insular sabe que eso conlleva. Casi nos tocamos en la distancia, y cuando coincidimos por esos mundos somos como hermanos; pero esas fraternidades se pierden por completo cuando se cruzan los colores blanquiazules y amarillos. Borremos a los exaltados del mapa, no nos valen para lo que hablo porque no representan a ninguno de los dos equipos, y quedémonos con esa emoción que nos tiene todo el partido en vilo, como si nos jugáramos un puesto para una final de la Champions.
Todos recordamos algún derbi. Yo nunca olvidaré el de las paradas de Manolo López en la Copa. Vivía entonces en Madrid y recuerdo salir a las calles de Malasaña con la bufanda de Las Palmas. No era el único loco. Les juro que me tropecé a otros como yo, en un día entre semana, en invierno, coreando el Pío Pío por las calles del Foro. Hoy, escribía Machado, es siempre todavía. Nos queda la épica inolvidable de ese pasado, o la desazón de alguna derrota como aquella que nos devolvió a Segunda División sin saber que tardaríamos tanto tiempo en encontrar el camino de vuelta. Ahora ese camino parece que, después de muchos años, se atisba en el horizonte de ese espacio verde por el que deambulan tantos anhelos cada semana. En unos tiempos en los que algunos se olvidan de la esencia del fútbol y la confunden con un show de gominas y merchandising, nos aferramos todavía más a lo cercano, a lo que realmente nos ató de por vida a un deporte que sin esa épica sería tan insulso como uno de esos partidos de cricket en los que nunca entendemos absolutamente nada. Y no nos engañemos: aquí no vale eso de que gane el mejor. Aquí todos queremos que gane la Unión Deportiva Las Palmas.


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