martes, 9 de junio de 2015

Tonono

El partido fue en color, en el Estadio Insular, con aquel amarillo intenso de las grandes noches, el llenazo en las gradas y en los arenales del Paseo de Chil, el eco de la corneta de Fernando el Bandera, el olor a hierba y aquella luminosidad inolvidable de los focos. En el campo estaban todos nuestros héroes. Yo tenía entonces ocho años, la edad en la que se forjan los mitos y los futbolistas que admiramos se convierten en leyenda. Recuerdo a Germán, a Carnevali o a Quique Woolf. El nombre de Sinibaldi también ayudaba a que acrecentáramos esa leyenda. Pocas veces he escuchado pronunciar un nombre de un entrenador con tanta reverencia y tanta veneración por parte de los aficionados. Nos jugábamos el descenso después de haber estado a punto de ganar la Liga un par de años antes. Enfrente estaba el Celta de Vigo. Ganamos tres a uno. Recuerdo el golazo de Woolf y el estruendo del Insular. Uno no sabe por qué hay partidos que se quedan para siempre en la memoria. Aquella noche fue especial, emocionante. Se salvó el equipo, se despedía Sinibaldi y todos sabían que había mimbres en la cantera para mantenernos muchos más años en Primera División. Había dos grandes mitos en aquel equipo: Tonono y Germán. El tercer gran mito, Juan Guedes, había fallecido unos años antes. Esos tres nombres son los que conforman la gran leyenda de la Unión Deportiva Las Palmas. Aquella noche había dos de ellos en el campo. No sabíamos que era la última vez que jugarían juntos.
Unos días más tarde fallecía Tonono. Voy a confiar en la memoria. Ya luego iré al libro que ha escrito Pepe Hernández para confrontar los datos y saber mucho más de aquel jugador de Arucas que idolatrábamos todos los que acudíamos cada quince días, a las ocho y media de la noche, al Estadio Insular. Recuerdo que estaba en la plaza de San Roque, en Guía, cuando alguien dijo que había muerto Tonono. Era lunes, o así quiero recordarlo, y ese día era el que emitían lo que ahora viene a ser Estudio Estadio. Entonces había una sola cadena de televisión en Canarias. El programa comenzaba con un presentador compungido y con la foto de Tonono en blanco y negro ocupando el fondo de la pantalla. Todos los futboleros del país vivieron con estupefacción la muerte del líbero de la Unión Deportiva y de la selección española. Los niños no entendíamos aún que cuando llega la muerte ningún jugador vuelve a saltar al campo. Rememoro los días posteriores. No se hablaba de otra cosa en cualquier rincón del pueblo. Y luego vino el homenaje contra el Peñarol de Montevideo, y las heridas reabiertas por la muerte Juan Guedes. El blanco y negro de aquellos días en la tele y en los periódicos contrastaba con el recuerdo de la hierba verde, los focos y el amarillo intenso que vestía Tonono cuando se anticipaba a todos los delanteros o cuando ordenaba al equipo que empujara hacia delante. Recuerdo que todos nos sentíamos seguros desde que el balón llegaba a nuestra área. El Omega sabía unos segundos antes dónde iría a parar el esférico. A veces el fútbol no es más que una intuición, y los grandes jugadores son aquellos que ven la jugada una milésima de segundo antes de que el balón llegue a sus botas. En cada calle y en cada pueblo de la isla había un niño que recibía el nombre de Tonono. Solía ser el capitán del equipo, el mejor defensa, el más regular y, por supuesto, el más carismático. Han pasado cuarenta años y aquellos niños de entonces seguimos pendientes de las jugadas y de los resultados de la Unión Deportiva. Siempre digo que nos alimenta ese pasado grandioso y esa memoria de partidos como el del Celta cuando no sabíamos que era la última vez que Antonio Afonso Moreno iba a saltar al estadio en el que le vimos tantas veces como si viéramos a una divinidad que de repente salía de la bocana del vestuario. Los niños de aquellos años nunca sabemos diferenciar lo que fue real de lo que fue un sueño. Aquella muerte todavía nos sigue pareciendo mentira al paso de tantos años. Cierro los ojos y veo a Tonono en el área de la Grada Naciente. Y vuelvo al olor cercano del césped, al eco de la corneta de Fernando el Bandera, al griterío de las gradas, y entonces es cuando reaparece aquel equipaje azul y amarillo que, siendo de tela, brillaba mucho más que cualquiera de esos tejidos sintéticos con los que ahora intentan disfrazar el fútbol cada semana.


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