miércoles, 9 de febrero de 2011

Las camillas del Insular

El fútbol es pasión y epopeya de noventa minutos que casi siempre se olvida tras el pitido final. Hay mucho de vuelta a la infancia y bastante de emoción. Y lo que quisiéramos todos es encarar la portería como hizo Maradona ante Inglaterra en Méjico 86, estar en la piel de Tardelli cantando el gol de la final del Mundial 82 o en la de Iniesta cuando batió a Stekelenburg. Como no pudimos llegar nos conformamos luego con ver a Juan Carlos Valerón inventando los regates y los cambios de ritmo que nosotros hubiéramos querido protagonizar.

Cuando me senté delante el ordenador, la imagen que me movió a escribir de fútbol fue la de aquellas camillas rudimentarias, casi tercermundistas y patéticas, en las que sacaban a cuatro o cinco espectadores en cada partido de máxima rivalidad que se jugaba en el Insular. Recuerdo estar más pendiente de que mi padre o mis conocidos no fueran carne de camilla que del mismísimo partido. Los bajaban entre la multitud, dando tumbos, y los subían en aquellos cuatro palos desconchados que cargaban presurosos un par de voluntarios de la Cruz Roja. Yo me sentaba detrás del banquillo de Las Palmas, y por tanto veía a menos de medio metro cómo llegaban los infartados, moribundos o angustiados, camino de la bocana de los vestuarios. Siempre los dejaban con los brazos colgando, bamboleándose a medida que corrían los sufridos camilleros en busca de la ambulancia que los llevaría al servicio de Urgencias del Pino.

Hablo de los años en que Germán plantaba el señorío en el centro del campo, o de la ecuación perfecta que formaban Brindisi y Morete: pase al hueco del ocho y carrera de caballo desbocado del nueve que se resolvía con el balón en el fondo de las mallas. Era normal que los corazones palpitaran como lo hacían, sobre todo los corazones que habían visto antes a Silva, a Molowny, a Mujica o a Juan Guedes. Ahora ya no se escucha el eco de la trompeta de Fernando el bandera con los riqui raca simbombaca de entonces. Tampoco se escucha ya el Kalise p’a los nervios. Fíjense que todo ha venido con la imagen de la camilla por los angostos laterales del Insular. Lo demás ha salido solo: el olor a puro y a césped recién regado, los sucesivos equipazos amarillos que se codeaban con los equipos más poderosos y los mil recuerdos que todavía hoy nos mantienen esperanzados. Y ya sé que de nostalgia ni come ni vive el hombre. He discutido mucho sobre ese asunto con los futboleros más pragmáticos. Pero es que el fútbol no es otra cosa que mito y nostalgia de cuando éramos niños y nos creíamos todos los sueños.

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