sábado, 29 de septiembre de 2018

Un equipo vestido de verde que no reconocimos

No hubo ocasiones. El fútbol no es una acumulación de delanteros. Hay que crear, mover el balón, generar oportunidades y luego rematar. La solución de Jiménez durante la segunda parte fue meter delanteros en el campo y esperar el golpe de suerte que salvara el partido. Me parece poco argumento para quien cuenta con una plantilla diseñada para el ascenso. Y si no hubiera estado Raúl Fernández, esta vez deteniendo un penalti (inexistente) y atajando varios balones complicados, no hubiera habido partido desde los primeros minutos de la segunda parte. Así se escribe la historia. Y la historia también debería seguir vistiéndose de amarillo. Mi equipo no tiene nada que ver con la Legión sino con el Victoria, el Marino, el Gran Canaria, el Atlético Club y el Arenas, y el azul y el amarillo representan la memoria de quienes ya no están y contiene el espíritu de quienes contribuyeron a hacer grande al conjunto grancanario. No veo al Sporting renunciando a sus colores de siempre, y menos en partidos como estos en donde la historia juega casi tanto como los jugadores que saltan al campo. Y si cambiamos de equipación tenemos los colores de esos equipos fundacionales para no confundirnos.
Esa historia viste con una especie de pátina elegante a las ciudades que fueron grandiosas y que hoy ven descascarillarse sus palacios o enseñan estatuas de mármol manchadas por el tiempo. Sin embargo, esas calles tienen un encanto especial, un orgullo de siglos que nunca encuentras en las grandes ciudades inventadas en los últimos años. El Sporting y la Unión Deportiva se parecen a esas ciudades que guardan el encanto del pasado en sus adentros. Los equipajes (aunque la Unión Deportiva parece querer ser más Sestao o más Betis que Las Palmas), desde que saltan al campo, nos recuerdan los días en que ambos aspiraban a ganar la Liga y se mantenían siempre entre los diez primeros de la que ahora llaman la Liga de las Estrellas. Y luego está El Molinón, que hoy lleva el nombre del gran Enrique Castro "Quini", uno de esos templos con solera que sabe de fútbol, de celebraciones y de derrotas inconsolables, y que nos hace seguir creyendo en la épica de este deporte, aun viendo a esos dos equipos que casi siempre fueron de Primera, deambular por la mediocridad de una categoría de tránsito en la que poco a poco se ha renunciado al fútbol de toque o arabesco inesperado, como aquellos regates eléctricos del gran Enzo Ferrero, o como paraban el tiempo Germán o Brindisi cada vez que el balón llegaba a sus pies y el fútbol se volvía poesía en sus cabezas.
Ahora se juega a no perder en casi todos los campos, y gana el que pone más fuerza y el que genera mayor número de oportunidades. No jugamos a nada, y casi no disparamos a puerta. El otro día me decía un amigo que me había traicionado porque hacía unos meses le había dicho que ya no me interesaba tanto este fútbol aséptico que a veces parece que se juega en un quirófano, y que ahora me veía escribiendo sobre los partidos. Él no es muy futbolero, no puede entenderlo. Si juega Las Palmas, así la entrene el mejor discípulo de Maguregui o esté jugando en Regionales, no puedo dejar de seguir los partidos. No me pregunten por qué. Lo que resultó imperdonable es que jugando contra el Sporting en El Molinón el único que saltó al campo de amarillo fue el árbitro. Ganar o perder es lo lógico en este deporte. Lo otro es lo que nos queda y lo que nos salva.

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