lunes, 30 de enero de 2017

¡Quique quédate!

¡Quique quédate! Así empiezo esta crónica. Y todo lo demás importa poco. Lo pidió unánimemente el público del Gran Canaria. Lo repite todo el mundo en la isla. Yo, como he dejado claro muchas veces, he empezado a amar el fútbol como cuando era un niño desde que llegaron Quique Setién y Eder Sarabia. A veces juega la suerte, y otras veces la intención y la insistencia en la belleza. Volvimos a golear al Valencia, estamos a quince puntos del descenso en la primera jornada de la segunda vuelta y viene Jesé Rodríguez. Qué quieren que les diga. Déjenme que me siente a soñar. Esto era lo que yo había imaginado en todos estos años cuando soñaba despierto.
El otro día hablaba de los silencios del fútbol con un buen amigo que también busca esos pequeños detalles, el regate imposible, el pase inesperado o las combinaciones casi poéticas cada vez que acude a los estadios. Decíamos que el silencio es lo que queda del recuerdo de las grandes jugadas y también de los goles del equipo contrario. La memoria guarda casi intacta jugadas que uno recrea cuando cierra los ojos como si emprendiera un viaje al pasado y vuelve grandioso lo que una vez fue épico, un gesto, ese momento que llevamos para siempre en nuestra memoria y que solo se llega a vislumbrar en ese fondo lejano que es a veces el recuerdo. El otro silencio es el de los goles que nos marca el equipo contrario cuando jugamos en casa, o más que silencio ese sonido helado del balón rozando las mallas. En el Gran Canaria casi no se percibe, pero los que frecuentaron el Estadio Insular saben de qué sonido estoy hablando.
Del partido contra el Valencia me quedarán algunos silencios inevitables, como ese primer gol de Santi Mina, unos cuantos pases y el estruendo de los goles, porque los goles que marca nuestro equipo jamás se graban en silencio en nuestra memoria, y lo que queda son los gritos de los otros silenciando nuestra propia euforia. El Valencia que se presentaba en nuestro estadio ya no tenía nada que ver con el equipo sin alma de hace algunas jornadas. Venía de ganarle con solvencia al Villarreal y con esa vitola de grande que siempre lleva el equipo Che donde quiera que vaya. Pero enfrente estaba Las Palmas en estado de gracia, o en estado poético, que es un estado todavía más grandioso en el que se improvisa lo bello en cada pase.
No me gustan los partidos de los lunes y de los viernes, Pero este es el fútbol que tenemos, el que saca a los niños de los estadios pensando en un señor de Singapur o de Malasia, o en los que se aburren pasando canales y se detienen cuando ven cualquier portería en la pantalla. A mí, como cantaba Bob Geldof, no me gustan los lunes, ni salir del estadio corriendo como si saliera del trabajo o del colegio. Menos mal que, a veces, las alegrías y los resultados, como el tres a uno de esta noche, ayudan a que los lunes parezcan sábados o domingos por la tarde. Hoy vivimos un partido épico. Seguimos en la senda que quieren Setién y Sarabia. No traicionamos el juego de toque y el compromiso con un balón que seguimos tratando como esa ánfora que algunas veces nos devuelve brillos que nos parecen imposibles. Que siga la poesía del fútbol. Que no acabe, como decía la canción, esta luna de miel. Que todo lo que vivimos nos termine pareciendo mentira cuando pase el tiempo y solo nos quede el recuerdo de estas noches de fútbol y de rosas en la cuesta de la vida. Que se quede Quique Setién.

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