Uno no puede siempre hacer lo que quiere. Ya sé que no queda bien reconocer debilidades, pero en la vida, como en el fútbol, tenemos que saber cuándo es el momento del lucimiento y cuándo el de la supervivencia. Se puede sobrevivir entre metáforas sublimes, pero para eso hace falta ser un Baudelaire, y en el fútbol se puede resistir con rabonas y regates imposibles, pero en ese caso precisamos de un Garrincha o de un Maradona. Hoy se trataba de ganar, no había más ciencia ni más misterio. Ayer le sucedió algo parecido a la selección campeona del mundo. Ganó como ganó la Unión Deportiva esta noche a la Ponferradina, con coraje, con insistencia en el ataque y con esa suerte sin la que no se escribiría nunca ninguna gesta. España tuvo a Iniesta y nosotros tenemos a Jonathan Viera (España, en este caso desde la sub 21, empezará a descubrir las excelencias de un jugador genial e imprevisible que si aprende a embridar su talento puede llegar donde le dé la real gana) para desbaratar defensas. Del Bosque contaba con Villa y Juan Manuel con Quiroga: talento que desborda, regate inesperado, centro al área pequeña y gol. Lo demás se asemeja al éxtasis que sentimos al contemplar el abismo a cinco puntos de distancia y con el próximo partido en casa.
Ya digo que uno quisiera escribir siempre poemas como los que escribían Juan Ramón Jiménez o César Vallejo, y sin embargo muchas veces te ves escribiendo pies de fotos intrascendentes o textos que no merecerían hacer disminuir las reservas de tinta de la humanidad. En el fútbol sucede algo parecido. Hoy tocaba ganar sí o sí. No se va escribir nuestra épica ganando a la Ponferradina en casa. Y no fue fácil ganarles: hay que reconocerle al equipo leonés el mérito de estar donde está y su capacidad de lucha contra equipos que le triplican el presupuesto. Creo que Juan Manuel Rodríguez está siendo nuevamente una figura clave en ese camino de la salvación. Tres partidos, tres victorias y tres fines de semana sin encajar ningún gol. Pero es que además ha propiciado la recuperación de jugadores como Sergio Suárez (vuelve a ser el que fue, un tipo talentoso que encara con descaro y con confianza) o Pedro Vega, y ha consolidado a Vicente Gómez, un jugadorazo que creo que está llamado a ser un grande de la Unión Deportiva. No estamos salvados, claro que no, pero si hace tres semanas nos hubieran dicho que íbamos a estar como esta noche, a cinco puntos del descenso, lo más probable es que hubiéramos asumido que nuestros deseos tenían difícil acomodo en la realidad de un equipo que tenía todas las papeletas para volver a jugar con el Cacereño, el Santa Ana o el Fuenlabrada. No hubieran merecido ese destino los miles de aficionados amarillos que allá donde se encuentren viven pendientes del destino del equipo que aprendieron a amar sin condiciones desde niños. Cada vez que publico esta crónica y sigo las fuentes de tráfico del blog veo que hay fieles que se conectan cada sábado desde Estados Unidos, Argentina, Reino Unido, Alemania, Singapur, Emiratos Árabes Unidos, Rusia o Hungría. Va por ellos esta crónica y esta victoria. Ni ellos ni nosotros, ni aquellos abuelos que nos contaban las diabluras de Mujica o de Alfonso Silva, merecerían un nuevo descenso a los infiernos. La victoria de hoy, la cantera que se está consolidando y la desaparición antes de cuatro años de las pistas de atletismo me tienen, cuando menos, esperanzado. Queda mucho por hacer, pero el camino ya no es aquella Cuesta de Silva de hace unas jornadas. Ahora nos han trazado puentes que nos permiten seguir dando pasos hacia donde la brújula, además del norte, señala el camino de la gloria. Esta tarde tocaba ganar. Todo lo demás es inevitablemente secundario.
sábado, 26 de marzo de 2011
jueves, 24 de marzo de 2011
El minuto Seis
Propongo que la iniciativa que tuvo la Grada Naciente en el último partido disputado en el estadio de Gran Canaria se repita cada vez que lleguemos al minuto seis. Lo hacen otros equipos con sus jugadores legendarios, y creo que los aficionados de la Unión Deportiva deberíamos recordarnos y hacerles recordar a nuestros jugadores que hubo alguien que jamás se rindió, que amaba con vehemencia los colores de su equipo y que se marchó dejando lo mejor de sí vestido con ese azul y ese amarillo que nos lleva al cielo o al infierno dependiendo de la suerte del balón. No digo que vayamos a ganar cada vez que recordemos a Juan Guedes en el minuto que se identifica con su dorsal, pero yo me entregaría a esa memoria épica y necesaria más que a los sacerdotes y a las supersticiones.
Nos queda un largo camino, pero creo que el estadio de Gran Canaria puede ser clave para mantenernos en Segunda A y plantear el año próximo con jugadores que habrán aprendido que la Liga es una asignatura que sólo se aprueba con constancia, trabajo y sabiendo manejar los altibajos. Por lo menos los aficionados sí hemos aprendido este año de los devaneos de un deporte que te encumbra o te entierra en un visto y no visto. Ni volvemos a parecernos al Barça de Guardiola ni somos aquel equipo acabado que padecimos durante muchas jornadas. Estamos vivos y sabemos que la salvación depende de los jugadores y de quienes tenemos que recordarles que visten la misma camiseta que llevó en su día Juan Guedes. Mantengamos eternamente a salvo ese minuto seis de cada partido para no volver a extraviarnos nunca más.
Nos queda un largo camino, pero creo que el estadio de Gran Canaria puede ser clave para mantenernos en Segunda A y plantear el año próximo con jugadores que habrán aprendido que la Liga es una asignatura que sólo se aprueba con constancia, trabajo y sabiendo manejar los altibajos. Por lo menos los aficionados sí hemos aprendido este año de los devaneos de un deporte que te encumbra o te entierra en un visto y no visto. Ni volvemos a parecernos al Barça de Guardiola ni somos aquel equipo acabado que padecimos durante muchas jornadas. Estamos vivos y sabemos que la salvación depende de los jugadores y de quienes tenemos que recordarles que visten la misma camiseta que llevó en su día Juan Guedes. Mantengamos eternamente a salvo ese minuto seis de cada partido para no volver a extraviarnos nunca más.
sábado, 19 de marzo de 2011
Aprendiendo a ganar
Dice la canción que en la vida todo es ir. También en el fútbol. Hace dos semanas teníamos un horizonte con vistas a aquellos estadios de Segunda B en los que se escribieron algunas de las páginas más vergonzantes de nuestra historia. No es que ahora tengamos un ático que mira al Nou Camp o al Bernabéu, pero por lo menos parece que podremos mantenernos en Segunda A, lo que siempre es una puerta abierta a los sueños a poco que tengamos una buena racha o un equipo más experimentado como el que seguro que tendremos la próxima temporada con los Vitolo, Armiche, Aythami, Viera, Vicente Gómez y compañía tras este año de aprendizaje esencial en su futuro. No estamos salvados, pero estando como estábamos tenemos que reconocer que casi nos encontramos en la gloria. Ahora tenemos que llenar el Gran Canaria en los dos próximos partidos y sumar los seis puntos para no estar en vilo hasta la última jornada.
Juan Manuel Rodríguez ha logrado lo que pedíamos cuando se hizo cargo del equipo: garantizar una seguridad defensiva y devolver la confianza a un grupo de jugadores que estaba asumiendo peligrosamente su incapacidad para ganar. Ganamos con Jonathan Viera en el banquillo. No dependemos de un solo jugador, y por encima de todo está la institución y el equipo en el que depositamos todos nuestros sueños futboleros. No tengo ninguna duda de que Viera volverá cualquier día de éstos con genialidades renovadas y más maduro y solidario con el equipo. Está en un proceso de aprendizaje, como también lo está más de media plantilla de la Unión Deportiva. Valoremos lo conseguido en estas últimas dos semanas. Mucho de lo que se consigue en la vida depende de la confianza que uno tenga en sí mismo. Este equipo ha vuelto a recuperar esa confianza y la autoestima perdida. Nadie les negó nunca su profesionalidad y su trabajo, pero carecían de mentalidad ganadora. Vuelven a saber que le pueden ganar a cualquier rival, y ese es el mejor aval para disputar los partidos que nos quedan. No esperemos a promociones ansiosas de ascenso de Segunda B a Segunda A para llenar el Gran Canaria como el día del Linares. Hay que dar el paso ahora porque este equipo depende mucho del apoyo que reciba desde la grada. Hoy tenía familiares y amigos que se habían desplazado desde Madrid hasta el Carlos Belmonte para seguir en directo el partido. Son los mismos que habían asistido a la humillación del equipo en Alcorcón, en Salamanca o en Soria. Me alegro por ellos y por todos los aficionados que han ido apoyando a la Unión Deportiva en cada uno de los estadios peninsulares. Se merecían una victoria como la de hoy. No ha habido juego vistoso, ni combinaciones fascinantes, ni fútbol de toque de la escuela canaria. En estos momentos toca ganar. Ya tendremos tiempo para el lucimiento. Como decía Juan Manuel Rodríguez esta misma semana en una entrevista en Canarias 7, disfrutamos mucho con el juego que planteó Paco Jémez. Seríamos injustos si no valoráramos aquellos destellos impresionantes de los primeros partidos de la temporada, pero también con Jémez sabíamos que cualquier ataque del equipo contrario era medio gol. En Segunda sobrevives si mantienes tu portería a cero, y eso es lo que lleva consiguiendo Juan Manuel los dos últimos partidos de Liga. Si logras eso, la suerte sí te puede ser propicia. Hoy la hemos tenido de cara. También la buscamos con más cabeza. Seguimos estando en el camino, pero ahora la meta la tenemos casi a tiro de piedra. Esto del fútbol nos sirve a los escritores como cura de humildad: todo lo que imagines siempre estará por debajo de lo que pueden dar de sí un balón y veintidós jugadores. Los guiones, estando por medio ese balón, son tan incomprensibles y ciclotímicos como la dependencia emocional que tenemos de los resultados semanales de la Unión Deportiva. Si esto fuera algo racional o con una lógica entendible hace ya muchos años que habríamos desertado. Nos engancha la incertidumbre.
Juan Manuel Rodríguez ha logrado lo que pedíamos cuando se hizo cargo del equipo: garantizar una seguridad defensiva y devolver la confianza a un grupo de jugadores que estaba asumiendo peligrosamente su incapacidad para ganar. Ganamos con Jonathan Viera en el banquillo. No dependemos de un solo jugador, y por encima de todo está la institución y el equipo en el que depositamos todos nuestros sueños futboleros. No tengo ninguna duda de que Viera volverá cualquier día de éstos con genialidades renovadas y más maduro y solidario con el equipo. Está en un proceso de aprendizaje, como también lo está más de media plantilla de la Unión Deportiva. Valoremos lo conseguido en estas últimas dos semanas. Mucho de lo que se consigue en la vida depende de la confianza que uno tenga en sí mismo. Este equipo ha vuelto a recuperar esa confianza y la autoestima perdida. Nadie les negó nunca su profesionalidad y su trabajo, pero carecían de mentalidad ganadora. Vuelven a saber que le pueden ganar a cualquier rival, y ese es el mejor aval para disputar los partidos que nos quedan. No esperemos a promociones ansiosas de ascenso de Segunda B a Segunda A para llenar el Gran Canaria como el día del Linares. Hay que dar el paso ahora porque este equipo depende mucho del apoyo que reciba desde la grada. Hoy tenía familiares y amigos que se habían desplazado desde Madrid hasta el Carlos Belmonte para seguir en directo el partido. Son los mismos que habían asistido a la humillación del equipo en Alcorcón, en Salamanca o en Soria. Me alegro por ellos y por todos los aficionados que han ido apoyando a la Unión Deportiva en cada uno de los estadios peninsulares. Se merecían una victoria como la de hoy. No ha habido juego vistoso, ni combinaciones fascinantes, ni fútbol de toque de la escuela canaria. En estos momentos toca ganar. Ya tendremos tiempo para el lucimiento. Como decía Juan Manuel Rodríguez esta misma semana en una entrevista en Canarias 7, disfrutamos mucho con el juego que planteó Paco Jémez. Seríamos injustos si no valoráramos aquellos destellos impresionantes de los primeros partidos de la temporada, pero también con Jémez sabíamos que cualquier ataque del equipo contrario era medio gol. En Segunda sobrevives si mantienes tu portería a cero, y eso es lo que lleva consiguiendo Juan Manuel los dos últimos partidos de Liga. Si logras eso, la suerte sí te puede ser propicia. Hoy la hemos tenido de cara. También la buscamos con más cabeza. Seguimos estando en el camino, pero ahora la meta la tenemos casi a tiro de piedra. Esto del fútbol nos sirve a los escritores como cura de humildad: todo lo que imagines siempre estará por debajo de lo que pueden dar de sí un balón y veintidós jugadores. Los guiones, estando por medio ese balón, son tan incomprensibles y ciclotímicos como la dependencia emocional que tenemos de los resultados semanales de la Unión Deportiva. Si esto fuera algo racional o con una lógica entendible hace ya muchos años que habríamos desertado. Nos engancha la incertidumbre.
miércoles, 16 de marzo de 2011
El robo de la Copa del Rey de 1978
Hace cuatro de años me pidieron que escribiera un relato de intriga para un libro titulado Rojo sobre Negro . Lo que hice fue adentrarme en la memoria y tratar de cambiar una historia que creo que fue clave para la gente de mi generación: la de la final de la Copa del Rey de 1978. Lo que aquí se cuenta es ficción, pero me gustaría compartirla con ustedes porque creo que se ajusta perfectamente al espíritu de este blog y a esas emociones amarillas que uno trata de mantener vivas:
El robo de la Copa del Rey de 1978
Me llamó directamente el presidente del Fútbol Club Barcelona. Él querría haber llamado a Pepe Carvalho, pero desde que murió Vázquez Montalbán no hay dios que sepa dónde diablos se ha metido. Querían a un culé que comprendiera la dimensión del problema y que supiera valorar la importancia del robo y sus posibles consecuencias en la masa social barcelonista. Yo no era culé, pero era el mejor. Desde que dejé la policía había ido ganándome una gran reputación en el cogollito del seny catalán gracias a los casos que fui resolviendo con discreción e inteligencia. Era caro, posiblemente el más caro de todo el país, pero quien pagaba sabía que estaba contando con el mejor. Al Barça lo del dinero le preocupaba poco. Por mucho que facturara nunca iba a llegar a lo que cobran sus estrellas cada mes. El presidente estaba muy nervioso, gesticulando y profiriendo tacos en catalán y en castellano indistintamente. Yo, en cambio, hablaba despacio, tranquilo, con la pachorra que les escuché siempre a mis abuelos en la isla. Desde un primer momento aprendí que quien quiere sacarle partido a la inteligencia tiene que ir con tiento y midiendo bien las palabras. Mis abuelos hablaban despacio y gracias a eso no dejaban nunca de encontrarle un humor socarrón a todo lo que les acontecía. Sólo perdían la paciencia y la saudade diaria cuando iban al Estadio Insular a ver jugar a la Unión Deportiva Las Palmas, pero aun así nunca llegaban a comportarse como todos esos energúmenos que van hoy al fútbol a despotricar contra todo bicho viviente. El presidente fue conciso y directo:
-Nos han robado la Copa del Rey de 1978 y estamos dispuestos a pagar lo que haga falta por recuperarla. No nos importaría, llegado el caso, negociar con los ladrones para que la devolvieran a cambio de dinero. Lo que queremos es saber dónde diablos está y quién ha sido el que se la ha llevado de la sala de trofeos del club.
No querían acudir a la policía porque sabían que sobre la marcha trascendería la noticia a los medios de comunicación. Lo primero que habían decidido, antes incluso de llamarme, era proceder al cierre por reformas de la parte del museo en la que se exhibían las Copas del Rey.
-Sabemos de su trayectoria profesional y no dudamos en que usted será capaz de encontrar la Copa. Lo que sí le pedimos es máxima discreción, y no tengo ni que decirle que puede disponer de todos los medios que le sean precisos para la investigación. Para mí esa Copa tiene un valor especial porque fue el primer título que le vi ganar al Barça en directo, y además en el estadio Santiago Bernabéu, y para el barcelonismo supone una referencia casi mítica en la historia del club porque fue el último trofeo que recogió Johan Cruyff antes de dejar el equipo. No quiero ni pensar la que se armaría si esto se llegara a saber.
Me llamo Gregorio Julián Nublo de la Sombra, soy hijo de canarios y durante mi infancia viví alternativamente entre Las Palmas de Gran Canaria y Barcelona. Mi madre no se terminaba de adaptar a la vida catalana y desde que podía se iba a vivir a la isla. Mi padre, que era funcionario de Correos, se quedaba solo durante muchos meses en Barcelona, y aunque nunca se lo llegué a decir lo eché muchas veces de menos en la isla, sobre todo cuando lloraba delante del mar. Siempre me han entrado ganas de llorar delante del mar. Puede que fuera por esa ausencia o porque el mar, si te coge con la guardia baja, puede dejarte aliquebrado y triste a poco que te dejes llevar por el ir y venir de las olas.
No me fue difícil resolver el caso. El ladrón había dejado pistas por todas partes, y se notaba que no era un profesional. Su único mérito fue haber logrado desconectar las alarmas del museo y haberse colocado una capucha desde que bajó de la furgoneta hasta que se volvió a subir con la Copa metida dentro de un saco. Los vigilantes no se enteraron de nada, entre otras cosas porque casi todos los vigilantes creen que todo está controlado por la informática y los rayos infrarrojos, y en lugar de vigilar se ponen a ver la televisión o se dedican a llamar a la radio de madrugada para contar sus traumas infantiles. Huelga decir que el robo se produjo de madrugada.
Poniendo en práctica los métodos deductivos que había aprendido de los grandes autores literarios del género negro me fue fácil saber que el ladrón había llegado hasta el puerto de Calafell con la Copa camuflada en los asientos reclinables de una furgoneta que había alquilado unos días antes en Cornellá de Llobregat. Yo de niño fui muchos veranos a Calafell, y aún recuerdo a aquel viejo loco y enjuto, con barba de chivo, que no paraba de gesticular mientras hablaba con otros escritores. Mi madre se quedaba alelada escuchando de lejos las conversaciones y diciéndome que los que estaban con aquel viejo flaco como un pírgano eran Vargas Llosa y García Márquez, y que el viejo loco se llamaba Carlos Barral. Pero eso era de niño, porque ya de grande descubrí que el ladrón había metido la Copa del Rey en un velero y había partido rumbo a Valencia. Desde la ciudad del Turia siguió luego para Málaga, y finalmente estuvo unos días en Cádiz haciendo acopio de alimentos y de combustible antes de partir hacia Gran Canaria.
No hacía más que imaginarme al ladrón con la Copa del Rey brillando en la cubierta de su velero cada vez que la luz de luna se reflejara majestuosa en el océano Atlántico. Me lo imaginaba mirando la Copa y recordando las grandes gestas deportivas del equipo amarillo. Con los ojos cerrados seguro que pudo rememorar los regates de Molowny, las faltas de Torres, los detalles técnicos de los inolvidables y geniales Silva y Mujica, el señorío de Tonono, la elegancia de Juanito Guedes, y por supuesto la grandeza de Germán Dévora, que para el ladrón como para la mayoría de los que le vieron jugar seguro que había sido el mejor jugador canario de todos los tiempos junto a Juan Carlos Valerón. Pero podría jurar que también se le aparecieron los que llevaron al equipo a la final de Copa del Rey de 1978 tras un encuentro de infarto en la semifinal contra el Sporting de Gijón. Por su mente volverían a aparecer Carnevalli, Felipe, Brindisi, Morete, Noly, Félix, Roque y todos los que quedaron para siempre en su recuerdo en aquel momento memorable en que saltaron al césped del Bernabéu con miles de canarios gritando, llorando o cantando a los acordes de la Banda de Agaete o de Los Gofiones. El ladrón me contó luego que había estado allí, viviendo el instante más emotivo de su vida antes de que la cara dura del árbitro, un tal Franco Martínez, y la calidad de Cruyff, Neeskens, Rexach y compañía echaran por tierra todas las ilusiones. Nunca aceptó la derrota. Él era de los que pensaba que aquella Copa tenía que haber ido a parar a Gran Canaria. Por eso la robó; por eso mismo se la había llevado a la isla.
Yo hacía más de diez años que no regresaba a Gran Canaria, y de niño también había vivido aquella memorable final, pero a través de la televisión. Estaba en Barcelona y por supuesto iba a favor de Las Palmas. Mis abuelos, los dos, tanto el padre de mi padre como el de mi madre, habían estado en el Bernabéu y luego se habían acercado a Barcelona para hacernos una visita. Llegaron apesadumbrados y mascullando la mala suerte y el mal fario de aquel partido fatal. Ellos nombraban todo el rato la palabra magua, y se decían que ya habría otra oportunidad más adelante, aunque los dos sabían que a sus años no tendrían muchas opciones de volver a estar tan cerca de la gloria. Los dos murieron unos años después, justo antes de que el equipo se perdiera por vez primera en el pozo insondable y lastimoso de la Segunda División B.
En aquellos años reconozco que me gustaba mucho el fútbol y que tenía en equipos de chapas o de cajas de fósforos los dieciocho clubes que integraban la Primera División. Ahora no, ahora el fútbol me parece un vil negocio que se confunde con el espectáculo de los deportes norteamericanos. Estoy con los que opinan que se ha perdido la esencia y la pasión, aun cuando de vez en cuando disfrute con algún partido que otro.
En Cádiz averigüé cómo se llamaba, dónde vivía y hasta el año en que se había sacado el título de patrón de barco. Como digo no era un caso difícil, y yo creo que hasta el mismísimo presidente lo hubiera resuelto por sí mismo a poco que se hubiera puesto. Volé en avión desde Sevilla hasta Gran Canaria. Ya no me gusta volar. Generalmente me chupo un tranquimazin o me tomo dos ginebras con tónica que me ayuden a envalentonarme y a evitar la ansiedad que me da desde que el aparato se separa del suelo. No es que me dé miedo caer en picado y desaparecer de un golpetazo contra el asfalto o hundido en la inmensidad de los fondos marinos. De hecho, si lo pienso, podría ser una de esas muertes rápidas que siempre he anhelado. A mí lo que me da pánico es verme encerrado en esa especie de tubo dentífrico del que sabes que no puedes escaparte por ninguna parte si te apetece salir corriendo o necesitas aire puro para respirar. Por eso me chupé aquella mañana un tranquimazin cuando ya estábamos a punto de facturar. Me entró sueño cuando íbamos saliendo de la Península a la altura del Puerto de Santa María y ya no desperté hasta que sobrevolábamos Lanzarote. A mi lado tenía una rubia sensual y escotada en la que casi no había reparado durante la maniobra de despegue. Parecía una de esas ninfas cachondas que a veces se aparecen en los sueños haciéndonos derramar el semen involuntariamente mientras dormimos. Los ojos se me iban a sus senos, no lo podía evitar, y de alguna manera notaba cómo a ella le ponía ver que me estaba poniendo en la penumbra incierta en la que se quedan las cabinas de los aviones cuando sobrevuelan los océanos. No le dije nada y me limité a cerrar los ojos y a imaginar que me iba con ella al baño trasero del avión a montarme una escenita de porno cutre con mucho morbo. Disimulé la erección con el periódico, aunque según anunciaron que íbamos a tomar tierra el miedo y la ansiedad acabaron con cualquier escarceo psicalíptico y la rubia se volvió otra vez invisible y del montón. Finalmente aterrizamos y cada cual siguió su camino. Ni siquiera averigüé su nacionalidad, aunque tenía toda la pinta de ser una de esas nórdicas tipo Ingrid Bergman, misteriosas y bellas, sugerentes, casi divinas, que siempre están a punto de desaparecer en un fundido en negro de película de los años cuarenta.
El ladrón vivía en la zona de Vegueta y se llamaba Francisco Brito Marrero. Era oculista y tenía su consulta en la calle Dolores de la Rocha, justo debajo de su casa. Acababa de cumplir sesenta y cinco años y era un Libra con ascendente Acuario. Llamé el mismo día de la llegada a su consulta y le pedí hora a su secretaria. Le dije que no veía bien, y que a veces los objetos que tenía delante empezaban a cambiar de colores alternativamente, casi siempre del rojo al negro, y del verde al amarillo. Me imagino que ella hubiera deseado haberme mandado al psiquiatra o haberme mandado directamente a freír espárragos, pero no están los trabajos como para que la gente se ande jugando despidos por decir lo que le pide el cuerpo en cada momento. Ella, por lo menos, supo controlarse, me imagino que pensando en los dos niños que tenía que mantener después de que el cafre de su marido se marchara con aquella farotona mulata que había llegado a la isla para bailar en El Floridita. Tomó nota de mi nombre y me dio hora para las siete y media de la tarde del día siguiente. Me dijo que le había costado mucho buscarme un hueco, y que era el último paciente del día
A Francisco Brito lo conocían sus más allegados como Paquito Brito. Cuando llegué a su consulta lo traté siempre de doctor o de señor Brito. Previamente le había dado las buenas tardes a la secretaria de la entrada y también le había vuelto a recordar mi nombre y la causa de mi visita. No se inmutó ni levantó la vista del teclado. Se notaba que había llorado hacía poco, y si yo no hubiera estado para lo que estaba me habría escapado a la floristería más cercana a comprarle un ramo de rosas amarillas. Pero ni siquiera le dediqué un gesto o una palabra de complicidad, y ella a mí tampoco. Sabía que se llamaba Nieves, Nieves García.
Uno con los años ha aprendido que los asesinos o los ladrones casi nunca tienen cara de asesinos o de ladrones, por lo menos los buenos asesinos y los buenos ladrones. Paquito era un ejemplo de esa teoría. Parecía un simplón y un cagapoquito. Para entrar en confianza me dejé observar por los extraños aparatos que enfocaban a mis ojos, pero tuve que cortar sus observaciones médicas cuando llegó con unas gotas verdosas que tenían toda la pinta de dejarte ciego. No me fue difícil abordar el tema que quería tratar con él. Justo encima de la mesa de su despacho tenía una gran foto del equipo de la Unión Deportiva que jugó la final de la Copa del Rey en el Bernabéu, y en la mesa había también una instantánea más pequeña en la que se veía a Paquito con su gorra, su bufanda y su bandera amarilla junto a un grupo de aficionados en la Plaza Mayor de Madrid. Según le nombré el partido se olvidó de las gotas y se puso a teorizar sobre las razones inmerecidas de aquella injusta derrota. Repetía una y otra vez que moralmente Las Palmas había sido el campeón. No dejaba de sacar todo el rato la palabra moralmente. Me estaba poniendo nervioso con su discurso cargado de frustración y de resquemores injustificados.
Siguió hablando y señalando la foto que tenía en la pared. Se notaba que era un tipo infantil, enmadrado e inmaduro, quizá un poco edípico y por supuesto tremendamente mitómano. También era un acojonado de cuidado. Según le pregunté que dónde había escondido la Copa del Rey se echó a llorar y empezó a berrear como un niño de teta. Escondió su cara entre las manos y si no lo agarro a tiempo se hubiera destrozado la cabeza contra la pared del despacho. Cantó como un pajarito mañanero en primavera:
-Sabía que me acabarían cogiendo, pero no pude evitarlo, se lo prometí a mi padre antes de morir, y se lo debía a todos los grancanarios que murieron con el resquemor y la pena de aquella derrota. Nosotros nos merecíamos la Copa, era nuestra, y no es justo que estuviera en aquel macro museo en el que nadie le da ninguna importancia al lado de las dos Copas de Europa, las Recopas o los trofeos de Liga. Me da igual que ahora me metan en la cárcel, de hecho me había parecido todo demasiado fácil, pero siempre estamos condenados de antemano, o en nuestra conciencia, como el personaje de Crimen y Castigo, y si le digo la verdad yo casi estaba deseando que llegara este momento para liberarme: por lo menos me quedo con la satisfacción de que la Copa ha estado unos días donde tenía que estar, lo confesaré todo, no tengo ningún problema, tampoco creo que a mi edad vaya a ir a la cárcel por eso, está arriba, en mi habitación, justo enfrente de donde me acuesto cada noche. Yo estuve allí, al lado mismo de donde estaba la Copa, y casi la miré más a ella que al partido. Mi padre acabó llorando, lo mismo que los miles de paisanos que se habían gastado un dineral para ir a Madrid a ver ganar al equipillo. La mayoría iba a la Península por primera vez, y no sabe usted qué momentos más intensos y más bonitos se vivieron las horas antes del partido, pero todo acaba, esto también, póngame las esposas si quiere, no me voy a resistir, hasta aquí he llegado.
Se murió de repente. El muy idiota se fue poniendo morado y se cayó al suelo delante mismo de donde estaba la Copa del Rey. Tenía la frente llena de heridas por los dos cabezazos que se había pegado contra la pared antes de que yo le agarrara. Yo aún no sabía si lo iba a matar o no. Me imagino que al final le hubiera metido un poco miedo y lo hubiera dejado vivir, entre otras cosas porque quedaría fatal en mi historial haber matado a un tipo tan nostálgico y tan cursi. Pero la cosa es que aquel individuo apocado y simplón se me había quedado muerto sobre la alfombra de su dormitorio. Lo primero que hice fue borrar todas mis huellas de la casa y del despacho. Luego cogí la Copa y la envolví en una manta. Pesaba un quintal y no sabía cómo diablos podía ir por Vegueta cargando con la Copa del Rey de 1978 sin llamar la atención. El coche que había alquilado en el aeropuerto lo tenía en la calle Reyes Católicos, a unos doscientos metros del despacho de Paquito Brito. Me esperé hasta las doce de la noche, aunque a veces se levantan más sospechas a esas horas solitarias que a plena luz del día, cuando cada uno va por la calle sin fijarse nunca en lo que hace el prójimo. La única que me podría complicar el trabajo era la tal Nieves García, la secretaria deprimida y despechada a la que nunca le compré flores. Me llevé su teléfono y la llamé cuando ya había logrado llegar al coche y poner la Copa en el asiento trasero sin que me viera nadie. No me costó mucho meterle el miedo en el cuerpo. Antes de ir al despacho había averiguado dónde vivía y dónde estudiaban sus hijos. Le dije que el tal Paquito Brito había muerto de un infarto fulminante y que lo único que le pedía es que se olvidara para siempre de mi cara. El nombre que le había dado en la consulta era el de un futbolista del Rayo Vallecano de los años ochenta y por tanto por ese lado no debía temer nada. Le dije que si alguien le preguntaba me describiera justo al contrario de cómo soy, es decir, rubio, bajito y con una voz muy aguda. Ella permanecía en silencio, pero escuché cómo empezó a respirar entrecortadamente cuando le nombré a sus hijos y le dije en qué colegio estudiaban y dónde cogían cada mañana el transporte escolar. Se echó a llorar y me pidió encarecidamente que no les hiciera nada a sus vástagos. Me recordó que era lo único que tenía en el mundo, y por supuesto me aseguró que si alguien preguntaba por el último paciente ella lo describiría tal cual le había dicho que lo hiciera hacía unos segundos. Por ese lado no me tendría que preocupar lo más mínimo.
Ya tenía la Copa en mi poder. Iba por la Avenida Marítima como seguro que hubieran ido los jugadores del equipo amarillo treinta años atrás si la suerte les hubiera sido propicia y hubieran ganado en el Bernabéu al Fútbol Club Barcelona. No quise telefonear a la gente del equipo culé. Decidí hacer tiempo y quedarme a dormir en el mismo coche antes de salir al día siguiente en el ferry para Tenerife, para desde allí coger luego el barco hasta Cádiz y seguir en el mismo vehículo por carretera hasta Barcelona. La agencia en la que había hecho la reserva del coche era una franquicia internacional que en ningún momento me había puesto ninguna pega por las idas y venidas de su vehículo siempre y cuando pagara la fianza acorde a esos traslados y al tiempo que pensaba tener el coche. Para dormir esa noche decidí que lo mejor era adentrarme en la zona de Mesa y López y buscar aparcamiento en medio de los cientos de coches estacionados en las calles cercanas al Corte Inglés.
Finalmente logré aparcar en la trasera del Mercado Central, justo enfrente de una churrería que desde las cinco de la mañana ya estaba siendo frecuentada por los borrachos recalcitrantes de la noche y por los trabajadores decentes y responsables que a esas horas salían a ganar el pan para los suyos. En el coche tenía frutos secos, agua sin gas y chocolatinas, y por tanto sólo tuve necesidad de salir un momento a echar una meada justo detrás del amplio maletero al que había pasado cuidadosamente la Copa del Rey antes de que abriera las puertas la churrería.
Dudé entre coger el ferry para Tenerife en Agaete o hacerlo directamente en el Puerto de Las Palmas. Finalmente no quise correr riesgos estúpidos en la carretera y saqué el pasaje para salir de Las Palmas de Gran Canaria a las nueve de la mañana. Me puse justo detrás de los transportes de mercancías que se dirigían a Tenerife y esperé pacientemente el turno de embarque. Tenía la Copa en mi poder, y en unos días estaría en el lugar en que había estado desde que Johan Cruyff la levantara en el Bernabéu en el mes de abril de 1978. Sabía también que con lo que me iban a pagar los dirigentes del equipo blaugrana tenía para tomarme cuatro o cinco años sabáticos o para comprar una casita en Mahón a la que le tenía echado el ojo desde hacía varios veranos.
Cuando entré al barco traté de buscar un aparcamiento que estuviera justo al lado de alguna de las salidas que conducían a cubierta. En principio pensaba camuflarme en el asiento trasero y hacer el viaje sabiendo que ningún caco de tres al cuarto me podía echar a perder el negocio cogiendo la Copa como si fuera un trofeo de squash y vendiéndola luego al primer perista vivales que encontrara en Tenerife. El barco tardaba en salir. Mientras escuchaba el eco asmático e intrigante de los motores no hacía más que pensar en lo que había supuesto esa Copa hacía casi treinta años. Con ella habían dado la vuelta de honor al Bernabéu Cruyff, Asensi, Neeskens, Rexach y todos los demás. La había tenido el Rey de España en las manos y seguro que todos los canarios que estaban en el estadio hubieran dado un par de años de sus vidas por haberla logrado. Mis abuelos, por ejemplo, hubieran llorado de emoción y habrían llegado luego a Barcelona eufóricos y contentos. Todos ellos pensaban que la Copa tenía que haber ido a parar en Gran Canaria. Ahora estaba en Gran Canaria. Todavía estaba en Gran Canaria. Pero el único que lo sabía era yo. Los camioneros, por ejemplo, habían aparcado con cara de asco justo al lado de ella, y los que tenían que revisar el barco para que no me diera por meter una metralleta o unos fardos de cocaína ni se molestaron en abrir el maletero. Si lo hubieran hecho me habrían complicado mucho la vida, aunque me imagino que hubiera recurrido a algún argumento convincente. Hace tiempo que sé que todos los argumentos que uno utiliza creyéndolos a pies juntillas son siempre convincentes, y también sé que en las aduanas de los puertos casi nunca miran los coches de los particulares. Como mucho le revisan la mercancía a algún camionero con pinta sospechosa. Ese día no creo que pararan a nadie. Te miraban con cara de malas pulgas, como haciéndote un examen psicológico mientras entrabas al barco, pero te daban paso y hasta te deseaban una buena travesía. Tuve suerte.
Prefería llamar a los dirigentes del Fútbol Club Barcelona una vez estuviera llegando a la Ciudad Condal, pero no sabía que un mal día lo puede tener cualquiera, incluso alguien tan frío y tan equilibrado como yo. Todos podemos ponernos sentimentales alguna vez, y a mí me tocó en aquel barco venido a menos. Me dio por llorar recordando a mis abuelos, sobre todo cuando los empecé a ver saltando como niños en el Estadio Insular cada vez que la Unión Deportiva metía un gol. También recordé las bromas y las burlas de mis compañeros catalanes en el colegio al día siguiente de la final de Copa. Me llamaban indio o se ponían a canturrear entre risas la canción del Canarito. Tuve un mal momento y cuando me quise dar cuenta estaba tirando la Copa del Rey al océano. Acabábamos de doblar la punta de La Isleta y navegábamos justo enfrente de la Playa de Las Canteras. Allí está la Copa del Rey de 1978, hundida en el mar a unos cientos de metros de La Barra, en el lugar en el que siempre tuvo que estar, donde mis abuelos y tantos otros canarios que ya están muertos habrían querido que estuviera. Nadie más lo sabe, pero soy de los que piensan que en la vida lo que importa son sólo los hechos y las evidencias, y en este caso, aunque la realidad desmienta lo que pone en las hemerotecas, la Copa del Rey de 1978 sí se acabó quedando finalmente en Gran Canaria.
No me atreví a preguntarle al presidente del Barça si se trataba de una réplica oficial o si era la auténtica Copa del Rey, aunque fuera una u otra estaba claro que era la que valía. La que ahora exhiben en el museo del Camp Nou es una burda copia que no tiene nada que ver con la que levantó Johan Cruyff en 1978. Cuando le comenté al presidente que me había sido imposible lograr la Copa casi se echa a llorar, pero finalmente se recompuso y me contó lo que él denominaba su Plan B. Al mismo tiempo que yo investigaba y me tomaba mi tiempo él había encargado una réplica a un artesano de Pakistán que no sabía ni lo que era un balón de fútbol. Lo había hecho a través de un intermediario que le debía unos cuantos favores, y de hecho sólo ese intermediario, el presidente y yo íbamos a estar al tanto de la falsificación. Por eso me pagó los gastos de la investigación y me liquidó como si le hubiera traído la Copa. De alguna manera estaba comprando mi silencio. Yo, claro, estaba encantado con el trato, aunque en todo momento me estuviera lamentando delante de él por lo complicada y baldía que había resultado la investigación. Mi reputación, además, quedaría salvada. Para los otros seguiría siendo el mejor, algo que resulta vital en esta profesión cada día más llena de advenedizos y chapuzas. Finalmente me compré la casa en Mahón, justo al lado de una en la que se encierra a componer Joan Manuel Serrat. Alguna vez hablo con él, sobre todo de las proezas del Barça, pero nunca se me ha ocurrido contarle lo de la Copa del Rey del 78, ni a él ni a nadie, por supuesto.
El robo de la Copa del Rey de 1978
Me llamó directamente el presidente del Fútbol Club Barcelona. Él querría haber llamado a Pepe Carvalho, pero desde que murió Vázquez Montalbán no hay dios que sepa dónde diablos se ha metido. Querían a un culé que comprendiera la dimensión del problema y que supiera valorar la importancia del robo y sus posibles consecuencias en la masa social barcelonista. Yo no era culé, pero era el mejor. Desde que dejé la policía había ido ganándome una gran reputación en el cogollito del seny catalán gracias a los casos que fui resolviendo con discreción e inteligencia. Era caro, posiblemente el más caro de todo el país, pero quien pagaba sabía que estaba contando con el mejor. Al Barça lo del dinero le preocupaba poco. Por mucho que facturara nunca iba a llegar a lo que cobran sus estrellas cada mes. El presidente estaba muy nervioso, gesticulando y profiriendo tacos en catalán y en castellano indistintamente. Yo, en cambio, hablaba despacio, tranquilo, con la pachorra que les escuché siempre a mis abuelos en la isla. Desde un primer momento aprendí que quien quiere sacarle partido a la inteligencia tiene que ir con tiento y midiendo bien las palabras. Mis abuelos hablaban despacio y gracias a eso no dejaban nunca de encontrarle un humor socarrón a todo lo que les acontecía. Sólo perdían la paciencia y la saudade diaria cuando iban al Estadio Insular a ver jugar a la Unión Deportiva Las Palmas, pero aun así nunca llegaban a comportarse como todos esos energúmenos que van hoy al fútbol a despotricar contra todo bicho viviente. El presidente fue conciso y directo:
-Nos han robado la Copa del Rey de 1978 y estamos dispuestos a pagar lo que haga falta por recuperarla. No nos importaría, llegado el caso, negociar con los ladrones para que la devolvieran a cambio de dinero. Lo que queremos es saber dónde diablos está y quién ha sido el que se la ha llevado de la sala de trofeos del club.
No querían acudir a la policía porque sabían que sobre la marcha trascendería la noticia a los medios de comunicación. Lo primero que habían decidido, antes incluso de llamarme, era proceder al cierre por reformas de la parte del museo en la que se exhibían las Copas del Rey.
-Sabemos de su trayectoria profesional y no dudamos en que usted será capaz de encontrar la Copa. Lo que sí le pedimos es máxima discreción, y no tengo ni que decirle que puede disponer de todos los medios que le sean precisos para la investigación. Para mí esa Copa tiene un valor especial porque fue el primer título que le vi ganar al Barça en directo, y además en el estadio Santiago Bernabéu, y para el barcelonismo supone una referencia casi mítica en la historia del club porque fue el último trofeo que recogió Johan Cruyff antes de dejar el equipo. No quiero ni pensar la que se armaría si esto se llegara a saber.
Me llamo Gregorio Julián Nublo de la Sombra, soy hijo de canarios y durante mi infancia viví alternativamente entre Las Palmas de Gran Canaria y Barcelona. Mi madre no se terminaba de adaptar a la vida catalana y desde que podía se iba a vivir a la isla. Mi padre, que era funcionario de Correos, se quedaba solo durante muchos meses en Barcelona, y aunque nunca se lo llegué a decir lo eché muchas veces de menos en la isla, sobre todo cuando lloraba delante del mar. Siempre me han entrado ganas de llorar delante del mar. Puede que fuera por esa ausencia o porque el mar, si te coge con la guardia baja, puede dejarte aliquebrado y triste a poco que te dejes llevar por el ir y venir de las olas.
No me fue difícil resolver el caso. El ladrón había dejado pistas por todas partes, y se notaba que no era un profesional. Su único mérito fue haber logrado desconectar las alarmas del museo y haberse colocado una capucha desde que bajó de la furgoneta hasta que se volvió a subir con la Copa metida dentro de un saco. Los vigilantes no se enteraron de nada, entre otras cosas porque casi todos los vigilantes creen que todo está controlado por la informática y los rayos infrarrojos, y en lugar de vigilar se ponen a ver la televisión o se dedican a llamar a la radio de madrugada para contar sus traumas infantiles. Huelga decir que el robo se produjo de madrugada.
Poniendo en práctica los métodos deductivos que había aprendido de los grandes autores literarios del género negro me fue fácil saber que el ladrón había llegado hasta el puerto de Calafell con la Copa camuflada en los asientos reclinables de una furgoneta que había alquilado unos días antes en Cornellá de Llobregat. Yo de niño fui muchos veranos a Calafell, y aún recuerdo a aquel viejo loco y enjuto, con barba de chivo, que no paraba de gesticular mientras hablaba con otros escritores. Mi madre se quedaba alelada escuchando de lejos las conversaciones y diciéndome que los que estaban con aquel viejo flaco como un pírgano eran Vargas Llosa y García Márquez, y que el viejo loco se llamaba Carlos Barral. Pero eso era de niño, porque ya de grande descubrí que el ladrón había metido la Copa del Rey en un velero y había partido rumbo a Valencia. Desde la ciudad del Turia siguió luego para Málaga, y finalmente estuvo unos días en Cádiz haciendo acopio de alimentos y de combustible antes de partir hacia Gran Canaria.
No hacía más que imaginarme al ladrón con la Copa del Rey brillando en la cubierta de su velero cada vez que la luz de luna se reflejara majestuosa en el océano Atlántico. Me lo imaginaba mirando la Copa y recordando las grandes gestas deportivas del equipo amarillo. Con los ojos cerrados seguro que pudo rememorar los regates de Molowny, las faltas de Torres, los detalles técnicos de los inolvidables y geniales Silva y Mujica, el señorío de Tonono, la elegancia de Juanito Guedes, y por supuesto la grandeza de Germán Dévora, que para el ladrón como para la mayoría de los que le vieron jugar seguro que había sido el mejor jugador canario de todos los tiempos junto a Juan Carlos Valerón. Pero podría jurar que también se le aparecieron los que llevaron al equipo a la final de Copa del Rey de 1978 tras un encuentro de infarto en la semifinal contra el Sporting de Gijón. Por su mente volverían a aparecer Carnevalli, Felipe, Brindisi, Morete, Noly, Félix, Roque y todos los que quedaron para siempre en su recuerdo en aquel momento memorable en que saltaron al césped del Bernabéu con miles de canarios gritando, llorando o cantando a los acordes de la Banda de Agaete o de Los Gofiones. El ladrón me contó luego que había estado allí, viviendo el instante más emotivo de su vida antes de que la cara dura del árbitro, un tal Franco Martínez, y la calidad de Cruyff, Neeskens, Rexach y compañía echaran por tierra todas las ilusiones. Nunca aceptó la derrota. Él era de los que pensaba que aquella Copa tenía que haber ido a parar a Gran Canaria. Por eso la robó; por eso mismo se la había llevado a la isla.
Yo hacía más de diez años que no regresaba a Gran Canaria, y de niño también había vivido aquella memorable final, pero a través de la televisión. Estaba en Barcelona y por supuesto iba a favor de Las Palmas. Mis abuelos, los dos, tanto el padre de mi padre como el de mi madre, habían estado en el Bernabéu y luego se habían acercado a Barcelona para hacernos una visita. Llegaron apesadumbrados y mascullando la mala suerte y el mal fario de aquel partido fatal. Ellos nombraban todo el rato la palabra magua, y se decían que ya habría otra oportunidad más adelante, aunque los dos sabían que a sus años no tendrían muchas opciones de volver a estar tan cerca de la gloria. Los dos murieron unos años después, justo antes de que el equipo se perdiera por vez primera en el pozo insondable y lastimoso de la Segunda División B.
En aquellos años reconozco que me gustaba mucho el fútbol y que tenía en equipos de chapas o de cajas de fósforos los dieciocho clubes que integraban la Primera División. Ahora no, ahora el fútbol me parece un vil negocio que se confunde con el espectáculo de los deportes norteamericanos. Estoy con los que opinan que se ha perdido la esencia y la pasión, aun cuando de vez en cuando disfrute con algún partido que otro.
En Cádiz averigüé cómo se llamaba, dónde vivía y hasta el año en que se había sacado el título de patrón de barco. Como digo no era un caso difícil, y yo creo que hasta el mismísimo presidente lo hubiera resuelto por sí mismo a poco que se hubiera puesto. Volé en avión desde Sevilla hasta Gran Canaria. Ya no me gusta volar. Generalmente me chupo un tranquimazin o me tomo dos ginebras con tónica que me ayuden a envalentonarme y a evitar la ansiedad que me da desde que el aparato se separa del suelo. No es que me dé miedo caer en picado y desaparecer de un golpetazo contra el asfalto o hundido en la inmensidad de los fondos marinos. De hecho, si lo pienso, podría ser una de esas muertes rápidas que siempre he anhelado. A mí lo que me da pánico es verme encerrado en esa especie de tubo dentífrico del que sabes que no puedes escaparte por ninguna parte si te apetece salir corriendo o necesitas aire puro para respirar. Por eso me chupé aquella mañana un tranquimazin cuando ya estábamos a punto de facturar. Me entró sueño cuando íbamos saliendo de la Península a la altura del Puerto de Santa María y ya no desperté hasta que sobrevolábamos Lanzarote. A mi lado tenía una rubia sensual y escotada en la que casi no había reparado durante la maniobra de despegue. Parecía una de esas ninfas cachondas que a veces se aparecen en los sueños haciéndonos derramar el semen involuntariamente mientras dormimos. Los ojos se me iban a sus senos, no lo podía evitar, y de alguna manera notaba cómo a ella le ponía ver que me estaba poniendo en la penumbra incierta en la que se quedan las cabinas de los aviones cuando sobrevuelan los océanos. No le dije nada y me limité a cerrar los ojos y a imaginar que me iba con ella al baño trasero del avión a montarme una escenita de porno cutre con mucho morbo. Disimulé la erección con el periódico, aunque según anunciaron que íbamos a tomar tierra el miedo y la ansiedad acabaron con cualquier escarceo psicalíptico y la rubia se volvió otra vez invisible y del montón. Finalmente aterrizamos y cada cual siguió su camino. Ni siquiera averigüé su nacionalidad, aunque tenía toda la pinta de ser una de esas nórdicas tipo Ingrid Bergman, misteriosas y bellas, sugerentes, casi divinas, que siempre están a punto de desaparecer en un fundido en negro de película de los años cuarenta.
El ladrón vivía en la zona de Vegueta y se llamaba Francisco Brito Marrero. Era oculista y tenía su consulta en la calle Dolores de la Rocha, justo debajo de su casa. Acababa de cumplir sesenta y cinco años y era un Libra con ascendente Acuario. Llamé el mismo día de la llegada a su consulta y le pedí hora a su secretaria. Le dije que no veía bien, y que a veces los objetos que tenía delante empezaban a cambiar de colores alternativamente, casi siempre del rojo al negro, y del verde al amarillo. Me imagino que ella hubiera deseado haberme mandado al psiquiatra o haberme mandado directamente a freír espárragos, pero no están los trabajos como para que la gente se ande jugando despidos por decir lo que le pide el cuerpo en cada momento. Ella, por lo menos, supo controlarse, me imagino que pensando en los dos niños que tenía que mantener después de que el cafre de su marido se marchara con aquella farotona mulata que había llegado a la isla para bailar en El Floridita. Tomó nota de mi nombre y me dio hora para las siete y media de la tarde del día siguiente. Me dijo que le había costado mucho buscarme un hueco, y que era el último paciente del día
A Francisco Brito lo conocían sus más allegados como Paquito Brito. Cuando llegué a su consulta lo traté siempre de doctor o de señor Brito. Previamente le había dado las buenas tardes a la secretaria de la entrada y también le había vuelto a recordar mi nombre y la causa de mi visita. No se inmutó ni levantó la vista del teclado. Se notaba que había llorado hacía poco, y si yo no hubiera estado para lo que estaba me habría escapado a la floristería más cercana a comprarle un ramo de rosas amarillas. Pero ni siquiera le dediqué un gesto o una palabra de complicidad, y ella a mí tampoco. Sabía que se llamaba Nieves, Nieves García.
Uno con los años ha aprendido que los asesinos o los ladrones casi nunca tienen cara de asesinos o de ladrones, por lo menos los buenos asesinos y los buenos ladrones. Paquito era un ejemplo de esa teoría. Parecía un simplón y un cagapoquito. Para entrar en confianza me dejé observar por los extraños aparatos que enfocaban a mis ojos, pero tuve que cortar sus observaciones médicas cuando llegó con unas gotas verdosas que tenían toda la pinta de dejarte ciego. No me fue difícil abordar el tema que quería tratar con él. Justo encima de la mesa de su despacho tenía una gran foto del equipo de la Unión Deportiva que jugó la final de la Copa del Rey en el Bernabéu, y en la mesa había también una instantánea más pequeña en la que se veía a Paquito con su gorra, su bufanda y su bandera amarilla junto a un grupo de aficionados en la Plaza Mayor de Madrid. Según le nombré el partido se olvidó de las gotas y se puso a teorizar sobre las razones inmerecidas de aquella injusta derrota. Repetía una y otra vez que moralmente Las Palmas había sido el campeón. No dejaba de sacar todo el rato la palabra moralmente. Me estaba poniendo nervioso con su discurso cargado de frustración y de resquemores injustificados.
Siguió hablando y señalando la foto que tenía en la pared. Se notaba que era un tipo infantil, enmadrado e inmaduro, quizá un poco edípico y por supuesto tremendamente mitómano. También era un acojonado de cuidado. Según le pregunté que dónde había escondido la Copa del Rey se echó a llorar y empezó a berrear como un niño de teta. Escondió su cara entre las manos y si no lo agarro a tiempo se hubiera destrozado la cabeza contra la pared del despacho. Cantó como un pajarito mañanero en primavera:
-Sabía que me acabarían cogiendo, pero no pude evitarlo, se lo prometí a mi padre antes de morir, y se lo debía a todos los grancanarios que murieron con el resquemor y la pena de aquella derrota. Nosotros nos merecíamos la Copa, era nuestra, y no es justo que estuviera en aquel macro museo en el que nadie le da ninguna importancia al lado de las dos Copas de Europa, las Recopas o los trofeos de Liga. Me da igual que ahora me metan en la cárcel, de hecho me había parecido todo demasiado fácil, pero siempre estamos condenados de antemano, o en nuestra conciencia, como el personaje de Crimen y Castigo, y si le digo la verdad yo casi estaba deseando que llegara este momento para liberarme: por lo menos me quedo con la satisfacción de que la Copa ha estado unos días donde tenía que estar, lo confesaré todo, no tengo ningún problema, tampoco creo que a mi edad vaya a ir a la cárcel por eso, está arriba, en mi habitación, justo enfrente de donde me acuesto cada noche. Yo estuve allí, al lado mismo de donde estaba la Copa, y casi la miré más a ella que al partido. Mi padre acabó llorando, lo mismo que los miles de paisanos que se habían gastado un dineral para ir a Madrid a ver ganar al equipillo. La mayoría iba a la Península por primera vez, y no sabe usted qué momentos más intensos y más bonitos se vivieron las horas antes del partido, pero todo acaba, esto también, póngame las esposas si quiere, no me voy a resistir, hasta aquí he llegado.
Se murió de repente. El muy idiota se fue poniendo morado y se cayó al suelo delante mismo de donde estaba la Copa del Rey. Tenía la frente llena de heridas por los dos cabezazos que se había pegado contra la pared antes de que yo le agarrara. Yo aún no sabía si lo iba a matar o no. Me imagino que al final le hubiera metido un poco miedo y lo hubiera dejado vivir, entre otras cosas porque quedaría fatal en mi historial haber matado a un tipo tan nostálgico y tan cursi. Pero la cosa es que aquel individuo apocado y simplón se me había quedado muerto sobre la alfombra de su dormitorio. Lo primero que hice fue borrar todas mis huellas de la casa y del despacho. Luego cogí la Copa y la envolví en una manta. Pesaba un quintal y no sabía cómo diablos podía ir por Vegueta cargando con la Copa del Rey de 1978 sin llamar la atención. El coche que había alquilado en el aeropuerto lo tenía en la calle Reyes Católicos, a unos doscientos metros del despacho de Paquito Brito. Me esperé hasta las doce de la noche, aunque a veces se levantan más sospechas a esas horas solitarias que a plena luz del día, cuando cada uno va por la calle sin fijarse nunca en lo que hace el prójimo. La única que me podría complicar el trabajo era la tal Nieves García, la secretaria deprimida y despechada a la que nunca le compré flores. Me llevé su teléfono y la llamé cuando ya había logrado llegar al coche y poner la Copa en el asiento trasero sin que me viera nadie. No me costó mucho meterle el miedo en el cuerpo. Antes de ir al despacho había averiguado dónde vivía y dónde estudiaban sus hijos. Le dije que el tal Paquito Brito había muerto de un infarto fulminante y que lo único que le pedía es que se olvidara para siempre de mi cara. El nombre que le había dado en la consulta era el de un futbolista del Rayo Vallecano de los años ochenta y por tanto por ese lado no debía temer nada. Le dije que si alguien le preguntaba me describiera justo al contrario de cómo soy, es decir, rubio, bajito y con una voz muy aguda. Ella permanecía en silencio, pero escuché cómo empezó a respirar entrecortadamente cuando le nombré a sus hijos y le dije en qué colegio estudiaban y dónde cogían cada mañana el transporte escolar. Se echó a llorar y me pidió encarecidamente que no les hiciera nada a sus vástagos. Me recordó que era lo único que tenía en el mundo, y por supuesto me aseguró que si alguien preguntaba por el último paciente ella lo describiría tal cual le había dicho que lo hiciera hacía unos segundos. Por ese lado no me tendría que preocupar lo más mínimo.
Ya tenía la Copa en mi poder. Iba por la Avenida Marítima como seguro que hubieran ido los jugadores del equipo amarillo treinta años atrás si la suerte les hubiera sido propicia y hubieran ganado en el Bernabéu al Fútbol Club Barcelona. No quise telefonear a la gente del equipo culé. Decidí hacer tiempo y quedarme a dormir en el mismo coche antes de salir al día siguiente en el ferry para Tenerife, para desde allí coger luego el barco hasta Cádiz y seguir en el mismo vehículo por carretera hasta Barcelona. La agencia en la que había hecho la reserva del coche era una franquicia internacional que en ningún momento me había puesto ninguna pega por las idas y venidas de su vehículo siempre y cuando pagara la fianza acorde a esos traslados y al tiempo que pensaba tener el coche. Para dormir esa noche decidí que lo mejor era adentrarme en la zona de Mesa y López y buscar aparcamiento en medio de los cientos de coches estacionados en las calles cercanas al Corte Inglés.
Finalmente logré aparcar en la trasera del Mercado Central, justo enfrente de una churrería que desde las cinco de la mañana ya estaba siendo frecuentada por los borrachos recalcitrantes de la noche y por los trabajadores decentes y responsables que a esas horas salían a ganar el pan para los suyos. En el coche tenía frutos secos, agua sin gas y chocolatinas, y por tanto sólo tuve necesidad de salir un momento a echar una meada justo detrás del amplio maletero al que había pasado cuidadosamente la Copa del Rey antes de que abriera las puertas la churrería.
Dudé entre coger el ferry para Tenerife en Agaete o hacerlo directamente en el Puerto de Las Palmas. Finalmente no quise correr riesgos estúpidos en la carretera y saqué el pasaje para salir de Las Palmas de Gran Canaria a las nueve de la mañana. Me puse justo detrás de los transportes de mercancías que se dirigían a Tenerife y esperé pacientemente el turno de embarque. Tenía la Copa en mi poder, y en unos días estaría en el lugar en que había estado desde que Johan Cruyff la levantara en el Bernabéu en el mes de abril de 1978. Sabía también que con lo que me iban a pagar los dirigentes del equipo blaugrana tenía para tomarme cuatro o cinco años sabáticos o para comprar una casita en Mahón a la que le tenía echado el ojo desde hacía varios veranos.
Cuando entré al barco traté de buscar un aparcamiento que estuviera justo al lado de alguna de las salidas que conducían a cubierta. En principio pensaba camuflarme en el asiento trasero y hacer el viaje sabiendo que ningún caco de tres al cuarto me podía echar a perder el negocio cogiendo la Copa como si fuera un trofeo de squash y vendiéndola luego al primer perista vivales que encontrara en Tenerife. El barco tardaba en salir. Mientras escuchaba el eco asmático e intrigante de los motores no hacía más que pensar en lo que había supuesto esa Copa hacía casi treinta años. Con ella habían dado la vuelta de honor al Bernabéu Cruyff, Asensi, Neeskens, Rexach y todos los demás. La había tenido el Rey de España en las manos y seguro que todos los canarios que estaban en el estadio hubieran dado un par de años de sus vidas por haberla logrado. Mis abuelos, por ejemplo, hubieran llorado de emoción y habrían llegado luego a Barcelona eufóricos y contentos. Todos ellos pensaban que la Copa tenía que haber ido a parar en Gran Canaria. Ahora estaba en Gran Canaria. Todavía estaba en Gran Canaria. Pero el único que lo sabía era yo. Los camioneros, por ejemplo, habían aparcado con cara de asco justo al lado de ella, y los que tenían que revisar el barco para que no me diera por meter una metralleta o unos fardos de cocaína ni se molestaron en abrir el maletero. Si lo hubieran hecho me habrían complicado mucho la vida, aunque me imagino que hubiera recurrido a algún argumento convincente. Hace tiempo que sé que todos los argumentos que uno utiliza creyéndolos a pies juntillas son siempre convincentes, y también sé que en las aduanas de los puertos casi nunca miran los coches de los particulares. Como mucho le revisan la mercancía a algún camionero con pinta sospechosa. Ese día no creo que pararan a nadie. Te miraban con cara de malas pulgas, como haciéndote un examen psicológico mientras entrabas al barco, pero te daban paso y hasta te deseaban una buena travesía. Tuve suerte.
Prefería llamar a los dirigentes del Fútbol Club Barcelona una vez estuviera llegando a la Ciudad Condal, pero no sabía que un mal día lo puede tener cualquiera, incluso alguien tan frío y tan equilibrado como yo. Todos podemos ponernos sentimentales alguna vez, y a mí me tocó en aquel barco venido a menos. Me dio por llorar recordando a mis abuelos, sobre todo cuando los empecé a ver saltando como niños en el Estadio Insular cada vez que la Unión Deportiva metía un gol. También recordé las bromas y las burlas de mis compañeros catalanes en el colegio al día siguiente de la final de Copa. Me llamaban indio o se ponían a canturrear entre risas la canción del Canarito. Tuve un mal momento y cuando me quise dar cuenta estaba tirando la Copa del Rey al océano. Acabábamos de doblar la punta de La Isleta y navegábamos justo enfrente de la Playa de Las Canteras. Allí está la Copa del Rey de 1978, hundida en el mar a unos cientos de metros de La Barra, en el lugar en el que siempre tuvo que estar, donde mis abuelos y tantos otros canarios que ya están muertos habrían querido que estuviera. Nadie más lo sabe, pero soy de los que piensan que en la vida lo que importa son sólo los hechos y las evidencias, y en este caso, aunque la realidad desmienta lo que pone en las hemerotecas, la Copa del Rey de 1978 sí se acabó quedando finalmente en Gran Canaria.
No me atreví a preguntarle al presidente del Barça si se trataba de una réplica oficial o si era la auténtica Copa del Rey, aunque fuera una u otra estaba claro que era la que valía. La que ahora exhiben en el museo del Camp Nou es una burda copia que no tiene nada que ver con la que levantó Johan Cruyff en 1978. Cuando le comenté al presidente que me había sido imposible lograr la Copa casi se echa a llorar, pero finalmente se recompuso y me contó lo que él denominaba su Plan B. Al mismo tiempo que yo investigaba y me tomaba mi tiempo él había encargado una réplica a un artesano de Pakistán que no sabía ni lo que era un balón de fútbol. Lo había hecho a través de un intermediario que le debía unos cuantos favores, y de hecho sólo ese intermediario, el presidente y yo íbamos a estar al tanto de la falsificación. Por eso me pagó los gastos de la investigación y me liquidó como si le hubiera traído la Copa. De alguna manera estaba comprando mi silencio. Yo, claro, estaba encantado con el trato, aunque en todo momento me estuviera lamentando delante de él por lo complicada y baldía que había resultado la investigación. Mi reputación, además, quedaría salvada. Para los otros seguiría siendo el mejor, algo que resulta vital en esta profesión cada día más llena de advenedizos y chapuzas. Finalmente me compré la casa en Mahón, justo al lado de una en la que se encierra a componer Joan Manuel Serrat. Alguna vez hablo con él, sobre todo de las proezas del Barça, pero nunca se me ha ocurrido contarle lo de la Copa del Rey del 78, ni a él ni a nadie, por supuesto.
sábado, 12 de marzo de 2011
El espíritu de Guedes
Propongo que la iniciativa que ha tenido hoy la Grada Naciente se repita cada partido cuando lleguemos al minuto seis. Lo hacen otros equipos con sus jugadores legendarios, y creo que los aficionados de la Unión Deportiva deberíamos recordarnos y hacerles recordar a nuestros jugadores que hubo alguien que jamás se rindió, que amaba con vehemencia los colores de su equipo y que se marchó dejando lo mejor de sí vestido con ese azul y ese amarillo que nos lleva al cielo o al infierno dependiendo de la suerte del balón. No digo que vayamos a ganar cada vez que recordemos a Juan Guedes en el minuto que se identifica con su dorsal, pero después de lo de esta tarde yo dejaría los sacerdotes y las supersticiones y me entregaría a esa memoria épica y necesaria. Sólo desde ese espíritu se puede entender la victoria de hoy. En la primera parte Barbosa nos salvó del desastre y del ridículo con un par de intervenciones magistrales, y cuando peor lo estábamos pasando Pedro Vega, a escaso metros del marcador electrónico en el que se había asomado Juan Guedes al inicio del encuentro, realizó un regate prodigioso y puso en el área pequeña un centro que sólo había que empujar a la red. Nos fuimos al descanso con una sensación extraña. Habíamos jugado de pena y sin embargo ganábamos, todo lo contrario de lo que nos había ido pasando a lo largo de casi toda la temporada. La otra clave del partido fue el planteamiento inteligente de Juan Manuel Rodríguez para no dejar que se nos escapara una victoria que no era importante, ni necesaria, ni tampoco esencial: creo que si no hubiésemos ganado hoy ya casi no teníamos nada que hacer para conservar la categoría. El entrenador amarillo supo leer el partido y dar entrada a Armiche (me sigue enamorando su juego vertical y creo que tiene mucho que decir en el futuro de la Unión Deportiva) y a Pollo (un jugador que tras el partidazo contra el Tenerife decidimos premiarlo con la suplencia en una de las decisiones más incomprensibles de la actual temporada). Bajaron a defender los jugadores ofensivos de las bandas y en toda la segunda parte el Valladolid apenas inquietó la portería de la Unión Deportiva. En el banquillo se quedó Jonathan Viera. Seríamos muy injustos si ahora empezáramos a cuestionar a un futbolista tan genial y tan imprevisible. Yo creo que la mano de Juan Manuel será clave para que no extravíe en los falsos laureles y sepa jugar en equipo con la misma humildad que demuestran cada semana genios como Xavi, Iniesta o Messi en el Barça. Lo bueno es que tenemos mimbres ofensivos como para ganar a cualquiera y que hemos acabado con una inercia que amenazaba con cercenar la creatividad y el talento de quien vistiera la camiseta amarilla. Ya con el dos a cero tras el golazo de Armiche se vio que este equipo sólo precisa confianza para alejarse del abismo y volver a la senda de las victorias. En Valladolid de acabó la racha victoriosa que pensábamos que nos iba a llevar a la Primera División. Allí se lesionó Vitolo y allí le pusimos un punto y aparte a nuestro sueño; pero paradójicamente, por ese arte de birlibirloque que a veces propone el destino, ha sido también contra el Valladolid donde hemos dejado atrás una de las peores rachas de la historia de la Unión Deportiva. Queda mucho por hacer, pero viendo el empaque del equipo esta noche volvemos a ser moderadamente optimistas. Y es que no sólo juegan los jugadores. Una tarde lluviosa, un equipo que no gana desde el pasado año y uno de los días grandes de los carnavales no fueron razones de peso para acabar con el apoyo y con el compromiso de los más de diez mil aficionados que hoy empujaron al equipo en los momentos más delicados. Nos queda un largo camino, pero creo que el Gran Canaria, visto lo de hoy, puede ser clave para mantenernos en Segunda A y plantear el año próximo con jugadores que habrán aprendido que la Liga es una asignatura que sólo se aprueba con constancia, trabajo y sabiendo manejar los altibajos. Por lo menos los aficionados sí hemos aprendido este año de los devaneos de un deporte que te encumbra o te entierra en un visto y no visto. Ni volvemos a ser el Barça de Guardiola ni somos ese equipo acabado que habíamos visto en las últimas jornadas. Estamos vivos y sabemos que la salvación depende de los jugadores y de quienes tenemos que recordarles cada minuto que visten la misma camiseta que llevó en su día Juan Guedes. Mantengamos a salvo ese minuto seis de cada partido para no volver a extraviarnos nunca más.
PD: Al revisar lo que había escrito hace un momento en el blog me apareció en Ir al golpito el mismo título. Pensé que por algún error informático me había adentrado en el blog de mi admirada Malena Millares y había puesto mi texto donde no debía. No fue así. Este título ya lo había utilizado ella hace unos días y a mí, por lo que veo, se me había grabado en el inconsciente. Podría cambiarlo, pero faltaría a la verdad. Lo dejo con el permiso de Malena porque no concibo otro mejor y más preciso que el de mi compañera de letras amarillas para describir lo que vi hoy en el Gran Canaria.
PD: Al revisar lo que había escrito hace un momento en el blog me apareció en Ir al golpito el mismo título. Pensé que por algún error informático me había adentrado en el blog de mi admirada Malena Millares y había puesto mi texto donde no debía. No fue así. Este título ya lo había utilizado ella hace unos días y a mí, por lo que veo, se me había grabado en el inconsciente. Podría cambiarlo, pero faltaría a la verdad. Lo dejo con el permiso de Malena porque no concibo otro mejor y más preciso que el de mi compañera de letras amarillas para describir lo que vi hoy en el Gran Canaria.
martes, 8 de marzo de 2011
Guedes
No tengo conciencia de haber visto jugar a Guedes. Sí recuerdo a León, a Germán, a Tonono, a Castellano y a muchos otros de aquel glorioso plantel de la Unión Deportiva de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. Sé que estuve en el estadio cuando él jugaba, pero sólo tenía tres años y no me acuerdo de nada. Lo que sí me queda es la leyenda que desde siempre estuvo unida a su nombre. Recuerdo hojear una y otra vez una revista de papel satinado que editaron el día de su partido de homenaje. La contraportada la ocupaba una foto espectacular del Estadio Insular iluminado. Esa iluminación y el olor de la hierba eran de las cosas que más nos llamaban la atención cuando íbamos al fútbol de niños. Y también la cercanía de nuestros ídolos, casi al alcance de la mano.
De Guedes recuerdo la famosa foto en Guía, junto a Tonono (otra leyenda con un destino malhadado,) acompañando a Tomasín; pero sobre todo me impresionaba el busto de bronce que te encontrabas en la zona de Preferencia. Uno, con ojos de niño, lo miraba con el mismo respeto que podría suscitar cualquier santo o cualquier prohombre que daba nombre a una plaza o a una calle, de ahí la dimensión casi legendaria de Guedes para los que éramos muy pequeños a principios de los setenta. Luego, con el paso del tiempo, siempre fue una referencia citada mil veces en el Estadio Insular, en los corrillos de mayores y en cualquier lugar de la isla en donde se hablara de fútbol. Aún hoy se le sigue recordando y comparando con los jugadores que van saliendo.
Muchos de los periodistas que vivieron en primera fila aquellos años dorados de Las Palmas sí te cuentan que el carácter del equipo lo marcaba la presencia de Juan Guedes. No paraba de gritar en el campo y de colocar a los compañeros, y no permitía que ningún jugador se durmiera en los laureles o andara medio despistado. Vendría a ser, por carácter, lo que fue durante años Guardiola en el Barcelona, Hierro en el Real Madrid o Baressi en el Milán. Además era un forofo irredento de la Unión Deportiva Las Palmas, alguien que hubiera dado la vida por sus colores. El periodista Pepe Rivero, hablándome una vez de ese compromiso de Guedes con la Unión Deportiva, me ponía un ejemplo evidente de su compromiso amarillo. Según me contaba, la mayor ilusión del jugador de Carrizal de Ingenio era llegar a ser presidente de la Unión Deportiva, ahí es nada.
En todo equipo tiene que haber alguien como Juan Guedes dando pases y alentando al resto de los jugadores. Siempre ha sido así. Todos los grandes conjuntos se han forjado con la personalidad de algún líder sobre el campo que sacara lo mejor del resto de integrantes de la plantilla. Vale que aquel equipo fue una confluencia de fenómenos casi irrepetible, pero creo que Las Palmas ha tenido muchísimos grandes jugadores que no han llegado a nada por no tener a ese líder en el terreno de juego. Hay que tirar de leyendas y de figuras como Guedes para que los jugadores sepan siempre que cuando se enfundan la camiseta de Unión Deportiva se están vistiendo con los colores de quienes daban la vida por ese amarillo que tanto contribuye a nuestras ciclotimias semanales. Son unos afortunados. Cualquiera de nosotros daría lo que fuera por vivir lo que viven ellos. Por eso no les consentimos nunca que se paseen por el campo como mercenarios a sueldo o que no se comprometan con el equipo.
Les dejo que con el enlace de este emocionante vídeo que me pasó Manuel Borrego (también la foto en color que saco aquí es de su blog (Tinta amarilla): lo tienen enlazado a la derecha de este texto). Creo que deberían mostrárselo en la caseta a los jugadores de la Unión Deportiva en todos los partidos que quedan de temporada: si no se motivan con esto y salen a ganar los encuentros no merecen vestir un minuto los colores de nuestro equipo.
http://www.youtube.com/watch?v=667PtPwRvJ0
(Esta entrada estaba programada en el blog para finales de marzo, pero tras leer el impresionante suplemento que hoy publica Canarias 7 sobre Juan Guedes, he querido sumarme a ese homenaje acercando la publicación del mismo. Mis felicitaciones al equipo de Deportes de Canarias 7 por un suplemento que guardaremos como oro en paño todos los aficionados amarillos)
domingo, 6 de marzo de 2011
Un equipo sin alma
Un equipo sin alma es un equipo moribundo, entregado, timorato e incapaz de competir. Así está ahora mismo la Unión Deportiva Las Palmas. Y además es un conjunto de hombres sin confianza, desganado, que ha aprendido a asumir con preocupante naturalidad el fracaso y la derrota. Cuando quieren reaccionar ya han encajado por lo menos tres goles. Jugar contra la Unión Deportiva es un chollo. A los rivales les basta con apretar un poco, no demasiado, y con dejar que el balón caiga cerca de la defensa amarilla. Los goles vienen solos, de cualquier parte, de cualquier modo; de hecho los ves venir desde que empieza el partido y notas que la Unión Deportiva no está ni se le espera, sobre todo cuando juega fuera de casa. Aun así esto es fútbol, y puede pasar cualquier cosa en los próximos partidos. La lógica nos hace temer lo peor. Nadie daría un duro por este equipo en estos momentos, pero tampoco nadie (y digo nadie porque el que diga lo contrario miente bellacamente) podría imaginar en el partido de la primera vuelta contra el Betis que íbamos a estar como estamos ahora mismo. Aquel encuentro fue el de la apoteosis, con una gran entrada en el Gran Canaria y con los reencuentros de muchos aficionados amarillos que regresaban eufóricos a seguir a un equipo con las miras puestas en Primera División. Si nos ponemos en aquel momento, jamás podríamos vislumbrar esta pesadilla que como una gota malaya, decepción a decepción, nos ha ido dejando al borde del precipicio. Hoy nadie (y digo nadie porque el que diga lo contrario miente bellacamente) espera que esto se reconduzca fácilmente y que volvamos a la senda del buen juego y de las victorias. Por tanto es posible que todo cambie (porque esto es fútbol, o sea es ilógico, irracional y carece de sentido) y que dentro de un mes y medio estemos tranquilamente en mitad de la tabla después de haber ganado unos cuantos encuentros seguidos. Hemos de pensar de esa manera. Estamos en el camino, y perder contra el Betis entraba dentro de lo esperado. Otra cosa es la humillación constante de las goleadas; pero ahí Juan Manuel Rodríguez tendrá que aplicarse a conciencia para atajar lo que, más que una vía de agua, es ya un torrente de despropósitos que no sabes cómo vamos a poder controlar. Confiemos en esa ilógica del fútbol que tantas veces nos ha demostrado que dos más dos nunca suman cuatro. Si les digo la verdad, me agarro a ese milagro de lo inesperado como quien se aferra a un madero en medio de un océano embravecido. Con las cartas que tenemos ahora mismo en las manos no encuentro otra manera de ganar esta partida.
miércoles, 2 de marzo de 2011
Carnevali
Carnevali consiguió que muchos niños de Canarias nos colocáramos debajo de los palos. De entrada, todo niño quiere ser delantero, o como mucho centrocampista ofensivo, pero si encuentra un referente llamativo en otro lugar del campo querrá imitarlo y cambiará la tendencia natural por los mandatos de la mitomanía. En Canarias, entre Tonono, Castellano y Felipe consiguieron que también muchos niños quisiéramos ser defensas. Pero yo quería hablarles de Carnevali. Soy de los que piensan que todos los equipos que aspiren a algo tienen que contar con un portero regular, seguro y que imponga su personalidad donde se decide buena parte del destino de los partidos. La selección española no había ganado nada hasta que llegó Iker Casillas para detener el penalti en el momento clave que antes siempre acababa en gol o esa jugada que en otros Mundiales y otras Eurocopas terminaba irremisiblemente dentro de la portería. En el equipo grandioso de la Unión Deportiva que yo vi de niño ese axioma se cumplía con Daniel Carnevali, un porterazo con una personalidad increíble que, para satisfacción de los más pequeños, y a veces para desespero de los mayores, adornaba muchas de sus paradas con unas palomitas increíbles que estábamos toda la semana queriendo imitar con las consiguientes heridas en las rodillas. Hay que recordar que el único césped que había entonces en la isla era el del Insular, el del parque Doramas o el de los apartamentos del Sur. Le llamaban el gato porque sus gestos y sus reflejos eran gatunos y precisos, casi siempre resolutivos, y sobre todo estéticamente bellos. Los fotógrafos de aquellos años tuvieran la suerte de sacar fotografías prodigiosas de Carnevalli que se conservan en las hemerotecas como fiel testimonio de lo que escribo.
Por el Insular pasaron otros muchos porterazos. Siempre recordaré la sobriedad de Iribar, un arquero casi tan imbatible como su equipo: yo creo que el Athletic de Bilbao fue siempre el equipo al que más nos costó ganarle en aquellos años. Era rocoso y casi inexpugnable, y en punta tenía delanteros de una calidad ténica exquisita como Rojo I, Dani, Argote o más adelante Sarabia. Pero en el Insular vi también grandes intervenciones de Arconada, sobre todo un año que acabamos ganando a la Real Sociedad por dos a cero, con dos goles de Morete, en el que el donostiarra paraba todo lo que se le tiraba a puerta cayendo y levantándose del suelo como si todo su cuerpo estuviera recorrido por muelles. Otra actuación memorable de un portero fue la de Aguinaga cuando defendía los colores del Salamanca, o las que hacía D’Alessandro con el mismo equipo, pero de Aguinaga recuerdo un día en que parecía que el Salamanca jugaba con tres porteros en lugar de con uno, y de hecho esa temporada acabó siendo fichado por el Atlético de Madrid como portero titular. Lo bueno es que los arqueros los teníamos a escasos metros, y quizá por eso impresionaban tanto cuando volaban de un palo a otro en paradas prodigiosas. Nuestra suerte fue que durante varios años pudimos ver cada sábado a uno de esos grandes porteros en directo. En la vida y en el fútbol me gusta la gente como Carnevali. No sólo hay que parar el balón; también hay que adornar esas paradas para que todo parezca más hermoso y emocionante de lo que realmente es. A veces, por complicarlo, te puedes equivocar, pero uno perdona un error por los otros noventa y nueve momentos grandiosos que valen la pena. Sin esas recreaciones y esos riesgos el fútbol nunca se adentraría en la memoria y el recuerdo. La sobriedad siempre termina cayendo en el olvido.
Por el Insular pasaron otros muchos porterazos. Siempre recordaré la sobriedad de Iribar, un arquero casi tan imbatible como su equipo: yo creo que el Athletic de Bilbao fue siempre el equipo al que más nos costó ganarle en aquellos años. Era rocoso y casi inexpugnable, y en punta tenía delanteros de una calidad ténica exquisita como Rojo I, Dani, Argote o más adelante Sarabia. Pero en el Insular vi también grandes intervenciones de Arconada, sobre todo un año que acabamos ganando a la Real Sociedad por dos a cero, con dos goles de Morete, en el que el donostiarra paraba todo lo que se le tiraba a puerta cayendo y levantándose del suelo como si todo su cuerpo estuviera recorrido por muelles. Otra actuación memorable de un portero fue la de Aguinaga cuando defendía los colores del Salamanca, o las que hacía D’Alessandro con el mismo equipo, pero de Aguinaga recuerdo un día en que parecía que el Salamanca jugaba con tres porteros en lugar de con uno, y de hecho esa temporada acabó siendo fichado por el Atlético de Madrid como portero titular. Lo bueno es que los arqueros los teníamos a escasos metros, y quizá por eso impresionaban tanto cuando volaban de un palo a otro en paradas prodigiosas. Nuestra suerte fue que durante varios años pudimos ver cada sábado a uno de esos grandes porteros en directo. En la vida y en el fútbol me gusta la gente como Carnevali. No sólo hay que parar el balón; también hay que adornar esas paradas para que todo parezca más hermoso y emocionante de lo que realmente es. A veces, por complicarlo, te puedes equivocar, pero uno perdona un error por los otros noventa y nueve momentos grandiosos que valen la pena. Sin esas recreaciones y esos riesgos el fútbol nunca se adentraría en la memoria y el recuerdo. La sobriedad siempre termina cayendo en el olvido.
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