Quizá los porteros sean las figuras más literarias de un campo de fútbol. Recuerdo La soledad del portero ante el penalti de Peter Handke, un cuento futbolero de Benedetti y hasta un poema de Rafael Alberti dedicado a un guardameta húngaro llamado Platko. Los equipos se construyen a partir de grandes porteros; pero ellos son los únicos que casi siempre se acercan a recoger el balón del fondo de la portería. Los demás compañeros miran para otro lado, se echan las manos a la cabeza, lloran o corren lo antes que pueden hacia el centro del campo. Los que realmente quedan en evidencia son los que se muestran incapaces de evitar ese pequeño naufragio que es siempre el gol cuando se recibe en contra. La Unión Deportiva tiene un porterazo llamado Mariano Barbosa. Lo demostró esta noche contra la Ponferradina. No es perfecto, ni mucho menos; pero tiene empaque, agilidad y carácter, y además logra que Las Palmas sume puntos que jamás merecería la inexplicable indolencia con la que salta a veces al campo. Hoy, por ejemplo, fue uno de esos partidos que preferimos olvidar los que creemos que hay plantilla de sobra para jugar bien y para salir a ganar todos los encuentros. Faltó actitud y concentración, o esa intensidad que demostró un equipo mucho más modesto pero con más hambre de triunfos. No perdimos por goleada porque tuvimos la suerte de contar con un portero que paraba de forma casi milagrosa cualquier balón que le llegaba.
Los guardametas andan solos en medio del griterío de los estadios. Por eso ven primero que nadie los desajustes y los desastres. También son los que ven desde más lejos los goles de su propio equipo. Y además son los únicos que pueden utilizar las manos. Suelen ser misántropos y silenciosos, y muchas veces incluso algo estrafalarios o supersticiosos. Les debemos parte de la escenografía que tanto nos engancha a este extraño deporte. No tienen ni dónde esconderse ni con quiénes compartir las euforias o los errores más o menos evitables. Realmente son los que aciertan o fallan sin tapujos y los únicos que se enfrentan a su destino sin más coartada que sus propios reflejos.
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