No es que cuando vamos al fútbol cambiemos de carácter o de forma de ser. Sencillamente somos otros. No hay directores de bancos, fontaneros, periodistas, parados o policías. Desde que nos sentamos en la grada quedamos a merced del azar, de los recuerdos y de los sueños. Otros, en cambio, a los que deberían no dejar entrar en un estadio, vienen sólo a gritarle al jugador que falla una jugada o a insultar al árbitro por no poder cantarle nunca las cuarenta a la cara a su jefe o al propio destino. El futbolista, hay que reconocerlo, tiene un trabajo delicado. Usted o yo nos equivocamos o acertamos en nuestro quehacer diario y no tenemos a miles de personas recriminando o aplaudiendo nuestro proceder. Hace falta tener nervios de acero y la cabeza muy bien amueblada para no desnortarse en esos extremismos populares. Pero por suerte, en líneas generales, la afición de la Unión Deportiva siempre ha sido tranquila, bonachona y pacífica. Digamos que se acostumbró a ver buen fútbol desde siempre, y lo único que pide es respeto al balón y a la camiseta, y una cierta dosis de fantasía en cada jugada. También quiere ganar, por supuesto, pero nunca a costa de renunciar al juego preciosista e imaginativo.
Una vez, estando todavía en el Insular, escribí un reportaje sobre las cuatro gradas del estadio. Dividí el partido en cuatro partes y fui pasando de la Curva a la grada Sur, y de allí a Naciente y a Preferencia. Es verdad que los ambientes y las caras variaban, y que no era lo mismo la euforia y el griterío de la Naciente que la actitud más reconcentrada de Preferencia, pero en lo esencial, en la mirada al césped y en los anhelos, los que llenaban las cuatro gradas se podrían reconocer como hermanos unos a otros mientras duraba el partido. Ahora en el Gran Canaria, si alguna vez paseo la mirada por los cuatro puntos cardinales del recinto, también sigo encontrando esa misma afición incondicional y a prueba de fracasos y pistas de atletismo. Desde que vemos a los jugadores amarillos sobre el césped nuestro corazón toma el dominio de nuestra cabeza y convierte cada minuto en una aventura irrepetible y aislada por completo del resto de nuestra vida cotidiana. Por eso nunca será lo mismo un partido visto por la tele que esa cercanía con el aficionado que tenemos al lado o con ese olor a césped y a emoción que nos llega de vez en cuando desde el terreno de juego. Juegan ellos, los que están abajo, pero todos sabemos que realmente somos nosotros los que acabamos moviendo el balón de un lado para otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario