El otro día cogí un taxi para ir al estadio de Gran Canaria a ver el partido de Copa entre la Unión Deportiva y el Hércules. El taxista era muy espiritual y poco futbolero. No entendía cómo podía gustarme un espectáculo en el que varios hombres corren detrás de un balón perseguidos por un árbitro. Yo traté de explicarle que a veces no es lo que vemos lo que realmente estamos mirando. Le pregunté si había ido mucho al fútbol cuando era niño y me dijo que no porque su padre odiaba ese deporte. No perdí el tiempo en buscar más argumentos. Iba a ver al Hércules y mientras él hablaba yo recordaba a Giuliano o al Tigre Barrios. Siempre me ha caído muy bien el Hércules, quizá, al igual que el Español, tenga que ver algo su equipaje, aunque luego llegué al estadio y me encontré una de esas camisetas con las que los equipos se están cargando buena parte de la épica de la que vive el fútbol, o de la que luego se nutre cuando carecemos de respuestas racionales.
El taxista sí me dijo que creía mucho en la numerología y que me había recogido en un edificio con el número once, que su licencia acababa en ese número y que nos habíamos tropezado cinco matrículas que incluían esos dígitos. Yo le iba a contestar que si hubiera buscado el treinta y tres o el diecinueve también los habría encontrado, pero no quise polemizar. Pagué, entré al estadio y como la zona en la que me siento estaba medio vacía cambié de asiento. Cuando me quise dar cuenta estaba en el número once y esbocé una sonrisa al tiempo que Las Palmas marcaba su primer gol. El taxista me explicó que ese era un número mágico que por lo visto abría las puertas del universo. Si coincidiera con él le diría que a lo mejor el fútbol también está emparentado con la numerología. Tal vez buena parte de la magia de ese deporte tenga que ver con que sean once, y no ocho o dieciséis, los jugadores que saltan al campo a improvisar nuestros propios sueños.
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