Qué grande es el fútbol cuando hay dos equipos que quieren ganar el partido y un estadio con solera lleno de público. Todo el mundo hablaba esta tarde de que estábamos viendo un partido de Primera División. Creo que se equivocaban, ya no se pueden definir los encuentros por la categoría sino por la rivalidad o la intensidad del juego. Yo hace tiempo que dejé de seguir casi todos los partidos de Primera División. En la vida me voy a emocionar con un Getafe-Levante o un Almería-Villarreal. En cambio, siempre vibrará algo cuando encuentre en algún calendario un Sporting de Gijón-Unión Deportiva de Las Palmas. El fútbol, como el vino, también es memoria, y en esos partidos aparecen Quini, Enzo Ferrero, Ciriaco, Uría o Castro jugando contra Germán, Brindisi, Carnevali o Morete.
Uno rememora subcampeonatos de Liga, semifinales de Copa y, en mi caso, un equipo de cajas de fósforos que aún me sé de carrerilla. Siempre me ha gustado el Sporting, y de alguna manera su destino lo emparento mucho con el de la Unión Deportiva. Hoy ganamos dos a tres en El Molinón en el que creo que será el encuentro que cambiará por completo el destino futuro de los amarillos. Ganamos el partido y también la confianza con la que luego se termina venciendo en otros encuentros igual de complicados. Hartos de tanta especulación, y no digamos de la mercadotecnia de esos derbis galácticos que si acaso emocionan en Singapur o en Ankara, agradecemos esta vuelta a la esencia del fútbol y de su memoria más cercana. Nunca será lo que otros quieren que veamos, y eso que hoy, en una decisión que atenta contra cientos de partidos históricos, alguien entendió que el equipaje amarillo podría prestarse a confusión con el rojiblanco. Escuché decir que por los pantalones azules. A veces los árbitros también contribuyen a cargarse la estética del espectáculo. Porque el fútbol es eso, estética y emoción, da lo mismo el orden.
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