domingo, 2 de noviembre de 2014

La casa cueva del fútbol

Me contó que cuando era niño y vivía en una casa cueva en Acusa solo le quedaba el fútbol para soñar que tenía ventanas desde las que asomarse al mundo. Su padre encendía un transistor. No tenían ni televisión ni libros, y en invierno la noche se acababa confundiendo con la neblina que ocultaba los barrancos. En medio de la nada recuerda las narraciones de los partidos de Las Palmas. Tiene más o menos mi edad, y cuando le cuento detalles de Brindisi, de Morete o de Carnevali no se cree la mitad de lo que yo recuerdo. Sus partidos eran todavía más grandiosos y más épicos que los que yo vivía en el Estadio Insular a unos pocos metros de donde también se forjaron muchos de mis grandes sueños. Él nunca bajó a la capital a ver jugar a Las Palmas. Tampoco veía Estudio Estadio o Lunes Deportivo. Lo tenía que imaginar todo porque a su casa cueva solo llegaban algunos periódicos amarillentos o pasados de fecha.
Ahora sigue queriendo escuchar los partidos por la radio. Incluso cuando va al estadio prefiere estar atento a lo que cuentan los locutores que a lo que él está viendo en el campo. No es forofo de la Unión Deportiva. Yo creo que no sobreviviría si no existiera el equipo amarillo. Me lo presentó un amigo tras el partido contra el Albacete. Celebrábamos la victoria y esa corazonada de que este año sí que parece que estamos camino del ascenso. Él tenía que regresar a Artenara. Ahora tiene tele, Internet y todo cuanto quiera saber del equipo de su alma; pero dice que no cambia esa inmediatez informativa por aquel eco de la casa cueva cuando su padre conectaba el transistor de pilas y escuchaba la alineación de Las Palmas como si oyera noticias de un mundo irreal y lejano.
Recuerda muchos de aquellos partidos tal como los soñó en Acusa Seca. No creo que nadie haya visto a Carnevali como él lo veía cuando en la radio detallaban la agilidad felina de sus palomitas. Dice que se sentía Brindisi antes de que el centrocampista argentino decidiera la escuadra a la que enviar el balón en cualquiera de aquellos lanzamientos de falta casi imparables. También sintió de cerca las pulsaciones de Morete cuando corría como un potro desbocado. Y me contó cómo era el sonido del balón cuando golpeaba la red y cómo vibraban las vallas cada vez que el delantero argentino se colgaba de ellas entre el delirio del público. No quiere que le confirme si es cierto lo que él soñó que pasaba tantas noches en Fedora. Se le iluminan los ojos y no deja de relatar esa épica de la que no queda pista alguna en You Yube o en los archivos de las teles de entonces. Viene al estadio con una camiseta amarilla como la que vestían los argentinos de aquellos años. En su espalda pone Wolff. Tampoco lo vio jugar nunca; pero me pide que no le cuente nada porque todo lo que yo le diga jamás podrá asemejarse a lo que él soñaba cuando su padre encendía el transistor y aquella casa cueva se llenaba de fútbol, de sueños y de vida.


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