Nunca es fácil despedirse, dejar atrás vivencias, voces reconocibles, olores y ese eco que queda de los estadios que formaron parte de nuestra vida. Lo sabemos todos los que nos despedimos una vez del Insular. Cada vez que lo recordamos lo sentimos como una de esas muertes ante las que jamás hay consuelo. Solo queda conservar vivo el recuerdo y compartirlo de vez en cuando para que no nos parezca que fue una especie de delirio.
Ya el Atlético de Madrid había vivido un cambio de escenario casi igual de traumático cuando dejó el viejo Metropolitano para trasladarse al otro extremo de Madrid, junto al puente de Toledo y en la misma ribera del Manzanares. Los que hemos estado en ese estadio conservaremos el eco de los cánticos, los goles que celebramos y ese aroma a aquel fútbol añejo que cambió el blanco y negro por el color en las camisetas rojiblancas de Ufarte, Eusebio, Gárate Luis Aragonés, Ayala o Luiz Pereira. Por esos espacios en los que se movía Alfanhuí, el de las andanzas que narró Sánchez Ferlosio, también quedarán las sombras de Tonono, Germán, Roque, Brindisi o Morete. Mucho antes, en el viejo Metropolitano quedaron Silva, Mújica, Lobito Negro o Miguel el Palmero defendiendo los colores del Atlético.
Hoy, por tanto, no era un día cualquiera para los que amamos el fútbol. Viví un año casi al lado del antiguo Vicente Calderón y me iba muchas mañanas a leer el periódico en las gradas mientras entrenaba el Atlético. Simpatizo con el eterno rival del Manzanares. Lo de Las Palmas es innegociable juegue en la categoría que juegue y se enfrente a quien se enfrente. Siempre querré que gane. Pero entre los grandes mi equipo es el Real Madrid. Aun así siempre me ha caído muy bien el Atlético porque era el segundo equipo de mi padre y de toda esa generación de canarios que vieron triunfar a los isleños en el cuadro rojiblanco. Lo que sucede es que cuando se elige equipo, a los siete u ocho años, ya no hay fuerza humana o sobrenatural que nos separe de su destino. Y luego está el equipo que uno sigue antes incluso de haber nacido, el que no eliges porque es como el color de tu pelo o de tus ojos, un nexo casi místico que no sería capaz de describir con palabras. Y ese equipo, claro, es la Unión Deportiva Las Palmas.
Hoy nos despedíamos de ese estadio tan mágico y de tantos recuerdos, y lo hacíamos con un entrenador que hizo suyo ese espacio durante años y que, por tanto, querría dejar su impronta en su última visita, ese fútbol que Setién sabe que solo se graba en la memoria cuando no se traiciona ni se especula con la belleza, el esfuerzo y el divertimento. Ese era el deseo de la Unión Deportiva en un rectángulo en el que tantas veces dejó dibujadas jugadas inolvidables y marcó goles que todavía siguen resonando si cerramos un momento los ojos. Creo que merecimos por lo menos el empate, pero seguimos sin tener esa chispa que nos acerque sin complejos a la portería contraria y que nos permita rematar una y otra vez después de las combinaciones y los arabescos. Y al equipo de Simeone le basta con un gol para especular y adormecer los partidos hasta sumar los tres puntos. Nos queda la magua de no haber puntuado en esta despedida, pero aun así quedará para siempre el eco que casi hacía que las aguas del Manzanares tuvieran las revolturas del Atlántico junto con las estampas descoloridas de nuestra infancia. El fútbol hubiera sido injusto si la Unión Deportiva Las Palmas no hubiera pasado a despedirse de ese estadio siendo un grande entre los grandes.
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