Todo parecía dispuesto para que fuera un gran día de fiesta. Teníamos el mantel, la cubertería, un vino excelente y el mejor de los condumios; pero alguien se olvidó de controlar el fuego y de aderezar correctamente los platos. Y encima no llegaron todos los invitados que estábamos esperando. Esa comida que presumíamos pantagruélica y deliciosa nos ha dejado con una comezón en el estómago que no arregla ni la mejor agua guisada de nuestras abuelas. Hoy perdimos de la peor manera posible: por la mañana, contra el Tenerife y jugando pésimamente al fútbol.
Una derrota matinal te deja más descolocado que las que sufres a última hora de la tarde o de la noche. Ya andas todo el día como paloma sin nidal y escuchando las crónicas improvisadas donde quiera que te muevas. Caer derrotados contra el Tenerife duele más que hacerlo contra el Osasuna, el Real Madrid o el Celtics de Glasgow, y si además pierdes viendo cómo los jugadores de ellos se multiplican por todo el campo la cosa pinta todavía más negra. Jugamos sin criterio, sin confianza, sin personalidad y sin cabeza. Todo empezó siendo totalmente distinto al pasado año. Metimos un golazo tras una gran jugada de Araujo que centró para que Nauzet dejara pasar el balón y Momo rematara de manera impecable; pero de repente, cuando creíamos que íbamos a ganar cuatro a cero, metimos al Tenerife en el partido tras un saque de corner. Hasta hoy no había visto fisuras en los planteamientos de Herrera; pero contra el Tenerife creo que se precipitó en los cambios. Y no solo eso: no entiendo cómo teniendo el criterio, la maestría y la pausa de Valerón a su disposición decidió dejarlo en el banquillo para quedarse a merced del músculo de Vitolo, de Cristo Martín o de Aridane.
El Tenerife nos ganó por coraje, por empuje y por esa inercia que siempre prodiga la confianza si la suerte está de tu lado. Casi no rematamos a puerta en la segunda parte y corríamos por el campo como pollos sin cabeza. Tenía que llegar la primera derrota; pero ya digo que este era el peor de los escenarios, y encima apareciendo la sombra del malhadado Uli Dávila. Ahora volveremos a los tópicos del borrón y cuenta nueva y aquí no ha pasado nada; pero sí han pasado cosas y el entrenador tiene una semana por delante para que los jugadores vuelvan a jugar con la confianza con la que venían ganando. Llega el Sporting y hay que demostrar que lo del Heliodoro fue un accidente, un despiste o uno de esos días en que decidimos hacernos el harakiri.
Vi el partido en la terraza de La Boheme, en el Monopol, rodeado de decenas de aficionados que abarrotaban el espacio con camisetas y bufandas amarillas. El gol que metió Momo resonó como si hubiéramos marcado en la final de Champions; pero ese eco se fue apagando poco a poco a medida que pasaban los minutos. A la una de la tarde, y con un solajero que rajaba las piedras, nos mirábamos unos a otros sin saber adónde ir. Delante de nosotros pasaban los bueyes y los parranderos de la Romería del Rosario; pero la romería estaba más para malagueñas que para isas, folías o saltonas. Lo único que se escuchaba era el nombre de Valerón por todas partes. Faltaba criterio, mesura y clarividencia, y el de Arguineguín solo aparecía en la tele con un peto naranja. El caviar estaba escondido al fondo de la casa, y el mejor vino, y la cubertería de plata. Esperemos que lo podamos disfrutar en otra fiesta. Toca levantarse, pero te quedas con una magua tremenda sabiendo que tenías argumentos de sobra para cambiar el guion de todos los años, esta sensación de déjù vu que dejan siempre todos los naufragios.
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