Yo canté un gol de Las Palmas en el estadio. Por unos segundos vi cómo le marcaban a ese porterazo llamado Oblak. Lo hizo Roque Mesa. Vi el balón golpeando en la red. Salté de alegría. Y creí que ganaba esa justicia poética que hace grande al fútbol algunas veces. Habíamos merecido el empate durante la primera parte. Hubo momentos, en torno al minuto treinta, en los que la Unión Deportiva combinó y jugó al fútbol como uno querría siempre que jugara su equipo. Pero enfrente estaba Oblak, y las oportunidades que tuvimos terminaban en sus guantes una y otra vez. Por eso cuando canté el gol de Roque Mesa estaba tan eufórico. En los diez segundos que creía que habíamos marcado, casi soñé el partido que teníamos por delante. Vislumbré el dos a uno, imaginé a la afición llevando en volandas al equipo y casi me vi escribiendo esta crónica con esa tinta que, digan lo que digan, brilla mucho más intensa que cuando cuentas la derrota (que por otro lado, todo hay que decirlo, es más hija de la literatura y de la poesía que la victoria y todos sus festejos).
No fue gol. Te lo confirma tu compañero en la grada y tú te niegas a creerlo hasta que ves que el balón no se pone en juego desde el centro del campo. Y entonces, como en esas tragedias griegas en las que sucede todo lo peor que uno imagina, ataca el rival y te marca un gol que deja a tu equipo frío y totalmente fuera del partido. Ahí se acaba todo. Ni justicia poética ni milagro divino. Se impone el presupuesto y la calidad del portero y de ese delantero llamado Griezmann que está a punto de subir al parnaso en el que solo tienen entrada los dioses del fútbol. Todo lo demás es sueño. El efecto óptico marcó el gol que llevábamos soñando más de quince años, ese gol que derrotara a un equipo de campanillas y que nos volviera a encumbrar ante los grandes.
No fue verdad. Golpeó la red, pero fuera de la portería. Lo que sí fue verdad fue el ambiente de Primera División. Creo que es la primera vez que el Gran Canaria vive ese ambiente tan especial y tan grandioso. Me llamó René del Pino desde Guía a primera hora de la mañana para contarme emocionado que había visto llegar en el barco de Agaete a decenas de aficionados con camisetas amarillas procedentes de Tenerife. Así era en los años setenta. Venían de Tenerife a ver cómo Las Palmas le ganaba a los grandes, pero los grandes de entonces solo jugaban con dos o tres extranjeros, y los derechos televisivos no alargaban las distancias de los sueños. Así y todo, Las Palmas jugó un buen partido, y les aseguro que el marcador final también es un efecto óptico que no refleja lo que vimos en el estadio. No me gusta escribir de los árbitros, pero hubo muchos pequeños detalles que condicionaron el encuentro, muchas faltas consentidas, un penalti de libro que nos hubiera metido en el partido, y otras muchas decisiones que hacen aún más difícil la lucha de un equipo pequeño contra esos Goliats de presupuestos mareantes.
Queda la afición, y ese es al final el patrimonio más grande de cualquier club de fútbol. Caminaba a la salida entre miles de seguidores que ya quisieran tener otros equipos de campanillas. Ese es nuestro aval: la afición y la cantera. Y el tiempo que nos irá poniendo poco a poco más arriba. Ya sé que no es fácil justificar un cero a tres en contra; pero háganme caso, solo es una ilusión óptica, como la que vimos cuando cantamos el gol de Roque Mesa. Al final estaremos lejos de donde estamos ahora mismo en la clasificación. Y llega la Copa. Y volveremos al Gran Canaria como si no hubiéramos perdido.
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