No era victimismo. Si juegas contra equipos que te superan en presupuesto tienes que multiplicar tus esfuerzos y tu talento para ganar los partidos. Un amigo me comentó el otro día que nos estábamos quejando demasiado de los árbitros y traté de explicarle que este fútbol no se parecía nada a aquel fútbol de los tres extranjeros y de la igualdad de casi todos los clubes. Los equipos como Las Palmas tienen que plantear un partido casi perfecto para ganar a esos equipos estratoféricos. Por eso los errores arbitrales como los de los partidos contra el Sevilla y contra el Villarreal escuecen tanto.
Y por eso mismo se agradecen los enfrentamientos contra equipos como el Celta de Vigo: por la paridad presupuestaria, por el gusto por el buen juego y por la historia que nos une mucho más allá de todos esos equipos de nuevo cuño que no tienen el empaque ni la querencia de la Unión Deportiva y el equipo gallego. Siempre digo que el partido en el Insular que más intensamente recuerdo fue aquel contra el Celta en el que nos jugábamos el descenso después de haber estado a punto de ganar la Liga un par de años antes y antes de que jugáramos la final de Copa unos años más tarde. También fue un domingo, y fue la última vez que vimos jugar a Tonono en el Insular, el último partido de Sinibaldi como entrenador y el del golazo de Quique Wolff (un año antes quien había marcado otro gol inolvidable contra el Celta había sido Tonono). Pero había algo mágico en aquel encuentro, y cuando lo hablo con gente de mi generación siempre sale a relucir ese enfrentamiento como ejemplo de lo que era el Insular, del olor a jareas, a césped recién cortado y al humo de los puros que formaban una gran nube sobre Fedora. Le preguntaba el otro día al portero Manolo López que cuál había sido el partido de Las Palmas del que guardaba un recuerdo más intenso y no dudó a la hora de nombrar ese encuentro que él vio como niño junto a su padre en las gradas del Insular. Supongo que luego, con el paso de los años, cumplió sus sueños cuando se vio en el lugar en el que Carnevali jugaba aquel partido.
Quien también ha cumplido su sueño es Raúl Lizoain, pero no me gusta la inseguridad que genera. Siento escribir esto, pero si a los aficionados nos produce zozobra su cara de susto y algunos de sus movimientos, no quiero pensar lo que sienten sus compañeros. Me parece un buen profesional, un canterano ejemplar, y espero que tenga suerte en los próximos partidos. Si Setién confía en él es porque sabe que puede convertirse en ese arquero que precisa un equipo como la Unión Deportiva. Pero hoy no fue su día. Y tengo muy claro que los equipos se arman a partir de un gran portero. Si Holanda no le ganó a Alemania en la final del Mundial 74 fue porque en una portería estaba Jongbloed y en la otra Sepp Maier. Si Brasil perdió contra Italia en el Mundial 82 fue porque los italianos contaban con la sobriedad de Dino Zoff y los brasileños con Waldir Peres. Lo vivido en el Gran Canaria fue, al margen de la épica de la remontada, un partido protagonizado por los guardametas. Falló Raúl en el primer gol y dejó helado al estadio y falló luego Sergio Álvarez en el primer gol amarillo con una salida en falso. Pero es que casi podemos sentirnos satisfechos con el empate (y eso que el Celta jugó veinte minutos con un jugador menos) si recordamos que en el descuento otra salida en falso de nuestro portero estuvo a punto de echar abajo todo lo logrado. No sé qué sucede con Javi Varas. Pero yo, como aficionado, tengo muy clara mi predilección, y creo que los resultados también avalan al ex guardameta del Sevilla. Un portero que falla deja sin sentido toda la poética que se quiera escribir sobre el campo. Es la ley del fútbol.
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