A veces llega el desastre sin que nos demos cuenta, pero otras veces los diluvios se vienen anunciando mucho tiempo antes, y es que asomarse a un descenso después de haber rozado el Nirvana es como un diluvio, como una caída en el abismo, sobre todo en el fútbol, donde tan dados somos a los extremos, a encumbrar con la misma facilidad con la que luego enterramos lo que fue grandioso, o lo que soñamos que llegaría a serlo. Y si no que le pregunten al Dépor, al que ganó una Liga y una Copa del Rey en los noventa, y al que se paseaba por Europa con Valerón y compañía derrotando a todos los grandes en sus estadios. Nosotros no hemos vivido esos días de gloria, pero nos valen subcampeonatos y muchos partidos memorables.
La derrota ante el Villarreal nos dejó aliquebrados y casi sin esperanzas, no tanto por el partido, que fue nefasto, de lo peor que le hemos visto a Las Palmas, como por la actitud del entrenador, por esa arrogancia y esa altanería de chulo de barrio. Si ya te dicen, y además con lenguaje soez y con aire perdulario, que los jugadores y que él no valen para Las Palmas, todo lo que quieras subir en tu ánimo termina bajando cuando escuchas ese eco de Paco Jémez que escucharon los niños y los aficionados de todo el mundo hispanohablante. Y luego está el desplante a la prensa, esa vieja estrategia de atacar para que no te ataquen, esa huida hacia delante con el grito y el despropósito.
Claro que no nos condenaban todavía las matemáticas, pero sí la lógica, la filosofía, la historia y ese sentido común que, como decía al principio, anticipa los diluvios lo mismo que una rodilla malherida anticipa los inviernos antes de que lleguen a los calendarios.
Los jugadores saltaron al campo demostrando una actitud muy distinta a la del último partido, y eso es algo que agradecemos los aficionados, tan famélicos y tan necesitados de alicientes y de goles que nos despabilen. Ya luego, como casi siempre, fuimos cediendo al empuje del Dépor y al final parecía que eran ellos los únicos que se jugaban su destino en el encuentro. Y no era así, el destino ha dejado casi moribundos a dos equipos que al principio de temporada soñaban con jugar en Europa. El ganador de este partido fue, sin duda, el Levante, otro equipo que, como el Alavés hace unos meses, dice adiós a ese abismo que se asoma ante nosotros.
Ya dije hace unos días que nos esperaba un largo invierno. Si hubiéramos ganado en Coruña aún mantendríamos viva alguna esperanza, o volveríamos a olvidar todos los malos presagios sobre la marcha, pero un empate es más de lo mismo, una herida que sangra sin remedio, una pena para todos. Poco a poco tendremos que ir asumiendo nuestra nueva condición de descendidos, y también tendremos que volver a escuchar el nombre de equipos que creíamos que iban a quedar lejos mucho tiempo. Fuimos nosotros mismos los que nos inmolamos, o mejor hablamos con propiedad y decimos que fueron ellos mismos, los que dicen que mandan en el equipo y que saben lo que hacen.
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