No pedíamos más. Pudimos haber ganado, pero ese empate vale más que un punto. Ha vuelto a unir a la afición con el equipo, y el equipo, por fin, se ha creído grande, capaz de ganarle a cualquiera. Uno es lo que se cree, eso queda claro, y esa camiseta amarilla volvió a ser épica, distinta, reconocible. Vi la cara de felicidad de un niño con la camiseta de la Unión Deportiva cuando acabó el partido. Me recordó a mí hace muchos años. A su lado iba otro niño con la camiseta de Messi. El niño del Barça iba cabizbajo, casi derrotado, y el niño de amarillo paseaba ufano cerca de él. No tenía que decirle nada. Ya sus jugadores habían hablado en el campo. Podía nombrar a Gálvez, a Aguirregaray, a Etebo o a Calleri. Quizá fueron los mejores, pero esta vez hay que hablar de todo el equipo, felicitar a todos los que jugaron. Les agradecemos esos minutos de felicidad después de tanto tiempo. Y encima, bajando en la guagua, marcó el Alavés contra el Levante. Ese gol se cantó en la 91 casi tan alto como el de Calleri. Todo salió perfecto. Ahora tenemos que recordar este partido para saber que le podemos ganar a cualquiera, que tenemos que salir sin complejos contra todos los rivales y que la salvación depende de nosotros: esa es la mejor noticia después de haber estado tanto tiempo en el pozo del desastre y de la indiferencia.
La lógica no se impone siempre, y la exactitud de las matemáticas, el uno más uno, lo inevitable, no cuenta en el fútbol. Hasta que comienza el partido te aferras a esa mínima probabilidad, y la vas alimentando muchas horas antes, visualizas ese encuentro, lo comparas con otros momentos memorables, y casi llegas a sentir la alegría de lo que sueñas aun sabiendo que es casi imposible, porque a estas alturas ya sabemos que los prolegómenos y los preliminares son a veces más placenteros que los acontecimientos, o que en los finales, ganes o pierdas, se apaga mansamente la luz del escenario. Pero ese escenario, ya sin nadie, que fue el césped del Gran Canaria, nos hizo revivir los viejos tiempos, que tendrían que ser también los venideros, los de la victoria y los de un equipo con solera y con galones de sobra para mantenerse en Primera.
Camino del estadio de Gran Canaria, los aficionados amarillos nos mirábamos como si necesitáramos de otro aliado para seguir manteniendo vivo nuestro anhelo. Todos estábamos allí porque confiábamos en el milagro, en jugarle de tú a tú al equipo de Messi para contárselo algún día a nuestros nietos. Cuando empezó el partido ya fuimos viendo nuestras posibilidades, asumiendo nuestros muchos defectos y confiando en el talento de los nuestros. Ni siquiera con el equipo y el juego que propuso Setién pudimos hacer nada contra ese equipo galáctico, talentoso y exquisito que sigue la estela de Cruyff y de Guardiola como una hoja de ruta que conduce a la gloria y a la leyenda. Y luego está Messi. Todos los demás jugadores se apagan cuando él juega, es un lujo ver a Messi tan cerca, y de alguna manera sabes que estás viendo algo casi sagrado en la historia del fútbol, uno de esos fenómenos que a lo mejor no tendrá continuidad nunca más, casi un dios de este deporte, aunque yo sea de los que se quedó prendado de Maradona para siempre, porque Diego salió directamente de las chabolas de Villa Fiorito al Olimpo de las grandes gestas, y porque era menos Dios que Messi, más humano, menos regular, pero creo que mucho más imaginativo y sorprendente. Pero comparar a Maradona y Messi es como comparar a Mozart con Beethoven, un trabajo baldío y sin sentido. Ayer, el equipo de Messi, y el propio Messi, no pudieron con la Unión Deportiva Las Palmas, y eso es lo que nos deja ese halo de alegría de las noches memorables. Pero nuestra competición sigue teniendo cuatro equipos y hay que intentar salvarnos siendo el primero de esa popa alejada de los fastos de las estrellas. Balaídos es el próximo destino. Salgamos a ganar. Sumemos tres puntos para vernos un poco más cerca de la orilla y para que el foco no nos deje lejos de donde se citan las leyendas.
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