La derrota era el final; el empate, casi un epílogo, y lo poco que nos quedaba era la suerte del último minuto. Y llegó esa suerte, porque el partido contra el Málaga lo decidió la suerte y el empuje de una afición que se merece que Las Palmas desafíe todas las estadísticas y todas las lógicas para quedarse entre los grandes. No lo merecen quienes han tomado las decisiones que nos tienen al borde del abismo, pero sí ese niño y ese padre que vi bajar la calle Juan de Quesada a las seis de la tarde, los dos con la bufanda amarilla, creyendo en el milagro y en que sus gritos de ánimo servirían para algo. No me gustó que Jémez dijera que quería un equipo de mercenarios: un mercenario, señor Jémez, se vende por dinero, no entiende de sentimientos ni de compromisos, y yo sigo creyendo, disculpe que sea un iluso, en que a los jugadores que no sientan los colores de un equipo se les reconoce desde que saltan al campo.
Casi ha desaparecido la cantera y durante buena parte del partido jugamos al patadón, como si fuéramos un conjunto entrenado por Maguregui o por Clemente, con Chichizola lanzando pelotazos que no llegaban a ningún destino. Ahora podría escribir que todo es maravilloso y que nos sentimos los aficionados más felices del planeta. Y claro que me siento feliz escribiendo estas líneas, pero no me gusta lo que veo en el césped, y espero que poco a poco logremos conciliar el buen juego con la victoria, porque no siempre tendremos esa suerte del último minuto. Sí es cierto que esta victoria sirve para que sigamos creyendo en lo que hace apenas unas jornadas nos parecía imposible, y es verdad, a qué negarlo, que cuando gana la Unión Deportiva uno se siente mucho más dichoso. Seguimos en Primera y tenemos la salvación a tres puntos. Queda un mundo, pero por lo menos ya sabemos que ese mundo puede ser también el nuestro.
Casi nadie elegiría un lunes laborable para su día de gloria, y menos un lunes laborable frío y lluvioso, pero así está el fútbol y así lo están matando poco a poco, alejándolo cada vez más del mito, de la épica y de la cercanía al ídolo reconocible, y lo alejan sobre todo de la infancia, porque a esa hora un niño no puede ir a compartir el destino de su equipo. También lo alejan de la fidelidad a unos colores o a unos jugadores. Me imagino a esos niños que coleccionaron las estampas de la Unión Deportiva al comienzo de la temporada buscando los nombres conocidos en el campo, porque, de repente, cuatro meses después del primer partido, uno no conoce ni a sus propios jugadores, y así, ya digo, nos alejarán cada vez más, a los niños y a los que nos nutrimos con el eco de la infancia para seguir aguantando soporíferos partidos.
Pero llegado el momento uno es capaz de confundir los molinos con gigantes para que no se acabe la fiesta, y nos olvidamos de los horarios y de las apuestas, de las audiencias y de toda esa codicia que arrasa con lo que realmente merecía la pena. Solo queríamos ganar el partido contra el Málaga. Si no hubiéramos ganado sabíamos que se terminaba un sueño. Hace semanas éramos muchos los que dábamos por perdido ese sueño, pero ya digo que al final uno se agarra al clavo ardiendo de cualquier circunstancia para que no lo descabalguen en mitad del camino.
Ayer me decía mi amigo Francisco Santana Cruz que cuando hizo la mili en Vitoria se iba a San Mamés a ver a la Unión Deportiva, y que el estadio bilbaíno estaba lleno hasta la bandera cuando jugaba el equipo amarillo. Allí decían que solo llenaban el estadio con Real Madrid, el Barcelona, la Real Sociedad y la Unión Deportiva Las Palmas. Con nosotros no buscaban la rivalidad ni la lucha por el título de Liga: lo que les llevaba al estadio era el estilismo de nuestro fútbol, la magia de nuestra cantera, el toque sutil que hacía que el balón volara sobre el barro bilbaíno. El próximo viernes regresaremos a San Mamés sin ser ya ni una sombra de todo lo que fuimos, sin el aire de cantera de aquel fútbol que sí ha logrado conservar el Athletic; pero ahora toca salvarnos y ganar en Bilbao, aunque sea otra vez en el último minuto del partido. Ojalá nos aplaudan como entonces.
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