El fútbol te enseña que la derrota es pasajera, que todo cambia en un par de partidos o de temporadas, y que, más tarde o más temprano, ganamos de nuevo y nos sentimos los seres más afortunados que han pisado la tierra. También la victoria se pierde por el escotillón del olvido. Realmente lo que disfrutas es cada paso que vas dando hasta conseguirla, y luego, cuando ya has ganado, llega poco a poco la desmemoria. Muchas veces es más épico el sueño de la victoria que la propia victoria; pero puestos a elegir, tanto en la vida como en el fútbol, apostamos por ganar en cualquier parte.
Lo que no vale es ganar de cualquier manera. Una victoria al patadón satisface y te hace vibrar cuando levantan la copa, pero luego te queda el regusto amargo de no haber visto ni un pase inolvidable que compensara los noventa minutos. Si Puyol no hubiera marcado cuando España jugó con Alemania en el último Mundial, y finalmente hubiera sucedido lo que casi siempre pasa con Alemania, que gana en el último minuto o en los penatis, todo hubiera sido olvido desde aquel día. No soportamos la derrota, ni siquiera jugando bien, y el resquemor del recuerdo de lo que pudo haber sido hace que nos olvidemos cuanto antes de ese partido. Si jugamos de maravilla y ganamos sí que conservamos esa victoria como oro en paño para el resto de nuestros días. El fútbol, por tanto, te enseña desde niño a relativizar y a valorar las cosas en su justa medida. Lo que vale es seguir jugando y apostando por el futuro. Da lo mismo donde estemos ahora. Hay apostar siempre por los grandes sueños. Que se cumplan o no es lo de menos. Lo importante es poder seguir viviendo en ellos, seguir jugando.
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